lunes, 2 de enero de 2017

Adrián Vázquez lo hizo de nuevo

Hace un mes, Adrián Vázquez me pidió algo insólito: quería que leyera un texto que estaba escribiendo para que le ayudara a ponerle nombre. Titular una obra que no es tuya es como atinarle el nombre a un perro que no conoces. Para hacer la tarea más difícil, el texto apenas era una escaleta de algo que estaba trabajando con sus alumnos sobre el escenario y Vázquez tenía mucha prisa porque estrenaba en este mes.

Ante mi pasmo absoluto, el cuarto Vázquez más famoso de Baja California (después de esos tres hermanos que interpretan covers con una guitarrita), terminó decidiendo por él mismo y la obra se llamó Los que sobran. Y, efectivamente, lo que en noviembre era apenas una escaleta llena de faltas de ortografía, se estrenó un mes después en el Foro Shakespeare de la Ciudad de México.

Hace unos diez u once años, conocí a Adrián Vázquez y su trabajo en No fue precisamente Bernardette, un unipersonal vigoroso y desbordante de vida. Desde entonces lo he seguido de cerca y con el tiempo hasta creo que somos amigos. Hijo del esfuerzo, hombre de trabajo como nadie en el medio, Vázquez lo mismo participa en proyectos ajenos y colectivos que en los propios, muy individuales y sintéticos. Hasta esta obra, su trabajo se caracterizaba por ejercer el concepto de “unipersonal” en su sentido más estricto: un actor en escena, que se dirige a sí mismo, que ha escrito él su propio texto, produce el espectáculo, y que si fuera por Vázquez, él mismo se encargaría de la cabina y vendería los boletos. No confundir estos trabajos personalísimos con otros en los que participa como director o actor.

Ya en Wenses y Lala (¿2014?), Vázquez escribe, dirige y actúa un texto propio, sí, pero acompañado en escena por Teté Espinoza. Es decir, Adrián ahí ya escribe un texto para la escena pensado para más de un actor. En Los que sobran (2016), el dramaturgo Adrián Vázquez hace un tránsito, más que un tránsito, un salto de fe, y escribe para cinco actores sobre la escena y lo hace con sobrada solvencia. Autor como es de unipersonales, hace el tránsito a la polifonía de manera natural en un modelo de teatro narrado. No solo eso, sabe combinar con destreza, desde el texto y como director de escena, las partes narradas con breves pero precisos toques de drama coral, agrupando actores para ejecutar coros en los que la identidad individual se disuelve en el grupo para después materializarse en individualidades con harta fluidez.

El cambio de una a cinco voces no es cosa fácil, y no solo implica abrir un texto a cinco narradores y algunos coros. Adrián escoge bien su estructura, mantiene una clara narrativa en un juego intrincado de prolepsis y analepsis y acomoda con precisión sus últimas escenas para terminar su relato en la misma última línea del texto.

Otro rasgo de las obras de Adrián Vázquez es su capacidad para embobarnos, seamos adultos, jóvenes, niños o uno de esos fetos católicos que se resisten inútilmente al legrado. Yo podría decir que Los que sobran es una obra para jóvenes, por la temática y ciertos códigos culturales de referencia. Seguramente a los jóvenes los toca, pues por delante muestra una bildungsroman enmarcada por el mundo violento que les heredamos. A los diecisiete años o dieciocho intenté leer La Montaña Mágica y me zurró. A los veinticinco leí El guardián entre el centeno y me hice devoto del mamón paranoico de J.D. Salinger. Ahora, a los cuarenta y ocho recién cumpliditos, Los que sobran confirma y acentúa eso que pensé de Adrián Vázquez aquella vez que lo vi, hace once o doce años, enfundado en un pantalón de mezclilla viejo por único vestuario y escenografía, ganándose el bolillo acá en Xalapa con su Bernardette. Parafraseando el clásico del jabón Nórdiko: Los que sobran es para jóvenes pero a los adultos nos encanta.

Para seguir el canon de las viejas críticas de teatro, me meto a opinar sobre lo que no me importa y como si yo supiera más que los ejecutantes: el equipo actoral, en lo colectivo, fue sobresaliente. Los chavos salieron a partirse la madre en escena y mantuvieron la energía a tope, cual marcan los cánones dramáticos impuestos por Vázquez. En lo individual, Pamela Ruz (Edith), a más de ser hermosa y nibelunga, es quien más cómoda se siente sobre las tablas. Diego Martínez Villa interpreta a Alejandro, una especie de Doctor Bruce Banner adolescente que se ha extraviado en una de nuestras escuelas técnicas. Diego es joven y tiene que trabajar en su fonación (lo mismo que Israel Sosa que hace el papel de Emilio), la que no está a la altura de su trabajo físico, pero compensa este detalle con su gracia y complejidad. Lariza Juárez interpreta a Sofía, la hermana de Alejandro, una adolescente fuerte y trágica. Lariza recorre su papel y sus personajes siempre a la altura y recursos, pero se queda algo corta en su monólogo póstumo, que estaba hecho para que se luciera. Israel Sosa, en Emilio, interpreta a un joven atrabancado y lo hace así: atrabancado. Laura García es Camila, la insignificante. Ella es una actriz de complexión menuda y como tal, sabe que tiene que hacer las de dinamo para estar a la altura de los demás, con el tiempo acaso entienda que contener proyecta más que la mera explosión y comience a modular. Todo esto me lo platicó entre obras un viejito que se ve que sabía de teatro y estaba fumando mota en el estacionamiento como si ya fuera legal y de buen gusto. Háganle caso a él, no a mí.

Estrambote

Como en las viejas matinés, vi este martes Los que sobran y Wenses y Lala en programa doble, una después de otra con una hora para estirar las piernas y echarse un cigarrito (yo de tabaco). No pude ver a la gran Teté Espinoza haciendo Lala, fue triste, pero Sofía Sylwin está linda y el público la adoró. Pero no vi a Teté Espinoza. Teté: si estás leyendo esto recuerda que te amo pero que eres demasiada mujer para mí.


Era martes, en temporada navideña, la ciudad vacía y el teatro lleno y entregado. Eso dice mucho de Adrián Vázquez, no sé exactamente qué, pero dice mucho.

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