De tu revolución a las mías…
Antes que nada quiero hacer una
confesión: nunca de los nuncas pretendí hacer una revolución. Nunca pretendí
cambiar la forma en que escribimos para la escena en nuestro país. Si lo hice,
y dos veces, fue solo buscando maneras de jugar en la escena. Me gustaba la
idea de complicarle el proceso a los hacedores teatrales. Eso sí. Lo demás fue
mero accidente.
Ahora, el que no haya sido un
revolucionario intencional, no quita que no tenga mis ideas sobre lo que debe
ser o no una revolución. En estos años relacionándome con la escena me ha
tocado toparme con tanto tarado que se autoerige como un posible renovador de
nuestra escena, que ya tengo cajones específicos para guardar sus ridículos y
autosuficientes panfletos.
No creo en esas revoluciones que se
refugian en la academia, normalmente pergeñadas por un estudiante de medio pelo
quien, habiendo leído dos o tres teorías más o menos interesantes, las pasó por
las cuatro piedritas de molino que tiene por cerebro y ahora sostiene un
picadillo conceptual, que defiende a capa y espada, que es apoyado por un
grupito de esos maestros que son maestros de facultad de teatro porque hace
mucho que no pueden aportar nada a la escena o nunca lo hicieron. Estas
revoluciones de pasillo, tienden a ser las más violentas. Como no han
encontrado la manera de corroborarse frente a un público y no tienen la
necesidad de confrontarlas en un medio más abierto que un rincón del campus,
retozan en palabras y actitudes doctrinarias que pretenden imponer su muy torcida
idea del teatro a fuerza de amedrentar almas sumisas.
No creo tampoco en esas revoluciones
que tienden a renovar el papel autocrático del director sobre los actores y
demás hacedores de la escena. Connatos revolucionarios que aparecen cada dos
décadas en el ambiente, y repiten, a veces con nuevas herramientas, el viejo
discurso que pretende demeritar el papel del actor sobre la escena,
revoluciones que compran en oferta, paradójicos, actores que solo han
encontrado decepciones en su vida laboral. Tal es el caso, sin duda, de muchos
de los que andaban todavía hace un año gritando cosas curiosas como “escena
expandida”.
Ahora, no todas las revoluciones
tienen un solo carácter retrógado y servil, sino que tienden a agrupar más de
un vicio de origen. Estas dos que mencioné, normalmente comparten esa vieja
costumbre del teatro mexicano de voltear a la vieja Europa para tratar de
imitarla en lo más nuevo que puede ofrecer a sus afanes revolucionarios.
Resulta curioso, que ese eurocentrismo servil, que campea en nuestras tierras
desde la misma Colonia, siga siendo motivo de gratuitas propuestas de renovación.
Una manera que tengo para
identificar estas falsas revoluciones es la frase con la que se promocionan, la
que, palabras más palabras menos, siempre dice algo como: “Eso que haces es lo
que era antes el teatro, el teatro ahora es esto”. Y en lo que afirman que
ahora es el teatro, no hay manera de encontrar un correlato con la realidad,
pues eso que dicen que ahora es el teatro, en términos latos se refiere a lo
que estos señores quieren que sea el teatro, a formas de hacer y entender la
escena de las que podemos encontrar solo algunos ejemplos aislados en nuestras
tierras y en realidades que nos son ajenas.
Me gustan, en cambio las revoluciones
que buscan revalorar el papel del actor sobre la escena. Las que buscan incidir
en nuestros muy viciados procesos de producción teatral y los más viciados de
relación del teatrero con el poder, esas también me gustan. Pero las que
realmente me encantan son las que toman lo que ya sabemos que es teatro, lo
analizan con inteligencia y buscan la manera de poner nuestra idea común de teatro
en crisis, de a poco y sin endosarle la factura al desprevenido público. Esas
que te golpean duro, en la nuca, sin que te des cuenta. Chuladas.
Me gustan más las revoluciones que
no gritan su nombre. Las revoluciones que sí me gustan son las que no andan por
ahí gritando que son revoluciones, las que no andan por ahí exigiendo con
argumentos extraescénicos su lugar en la historia del discurso teatral. Así, me
sigue gustando Richard Viqueira, hombre de excesos: excesos sobre las tablas,
excesos lejos de ellas. Si su: “Si no duele no es teatro”, que se ha convertido
en su tarjeta de presentación, es ya excesivo, no constituye ni por mucho el
único de sus maravillosos excesos. De David Gaitán, que fue también mi gallo,
no puedo decir ahora nada porque tengo tiempo sin ver en qué anda. No es su
culpa, él no deja de hacer teatro, lo que pasa es que yo cada vez lo veo menos.
Revoluciones que todavía andan en el tintero pero me gustan para brotar en las
siguientes temporadas de lluvia, están Bernardo Gamboa, que sabe estructurar
discursos poderosos en la más absoluta anarquía. Sigue en reserva, ya lleva
tiempo ahí, más no por ello podemos desecharla, a Mariana Hartasánchez. La
Hartasánchez es uno de esos talentos totales que están esperando una o dos
rayitas más de madurez para enmudecernos. Ya el tiempo lo dirá. Pero, repito,
no veo mucho teatro últimamente y seguro habrá una que otra propuesta por ahí
que se me está escapando.
Estrambote
No mencioné en las revoluciones que
detesto a esos que andan haciendo ahora teatro para bebés y que afirman
contundentes que no los entiendo porque soy un viejo. No las mencioné porque
creo que ni ellos mismos se creen que esa mamada con la que ahora intentan ganarse
el bolillo sea una revolución. Y para ellos, sigo preguntando, porque siguen
sin responderme, cómo es que llaman teatro para bebés un teatro que hacen con
intenciones de presentarse a críos de cero meses a tres años. Siguen sin
explicarme, si es que saben tanto de lo pueril, cómo vencen la contradicción de
estas dos sentencias, puesto que bebés son los que tienen de cero a seis meses.
Es decir que, hablar de teatro para bebés de cero meses a tres años es como
decir “cadenas para perros de los que ladran, maúllan y hacen muuu”.
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