miércoles, 22 de noviembre de 2017

Historia de amor tehuano

Historia de amor tehuano
Luis Enrique Gutiérrez O.M.

Él fue cantante de cantina, de esos que se ganan el bolillo mesa por mesa, jaibol por jaibol. También sirvió en la Marina aunque creo que nunca pisó una chalupa. Creo que antes de eso él ya había participado en alguno de aquellos talleres comunitarios de teatro que hace más de tres décadas recorrieron el país a lo Vasconcelos con el idílico sueño de llenar los grandes huecos escénicos de nuestra fragmentada República teatral. Y en estos talleres se conocieron, o ya se conocían pero ahí comenzaron a amarse en las tablas y debajo de ellas.  Eso ya estaba escrito. Ella era ya entonces una hermosa y brava tehuana. Él un alto, guapo y arrogante zapoteco. Eso ya estaba escrito, pues, el teatro fue solo un pretexto, un larguísimo pretexto que cumple ya treinta años y anuncia descarado por lo menos otros tantos. Así, sueltos, a ella le dicen Gabriela Martínez y a él Marco Antonio Pétriz. Ya juntos y revueltos, les decimos Grupo Teatral Tehuantepec, o simplemente Los Pétriz, les decimos así por no encontrar las palabras correctas para nombrar una hermosa y única historia de amor en el teatro.
Perdón por la cursilería, pero todo lo que se pueda decir del teatro de los Pétriz en estas tres décadas no puede explicarse si no es por el amor. No puede explicarse que hayan rebasado por tanto margen cualquier expectativa de aquel teatro comunitario que casi nunca cuajó. No puede explicarse cómo hicieron de aquella idílica Tehuantepec un santuario de visita obligada para cualquier devoto de la religión teatral. Trabajando principalmente en familia y con talento local, estos enamorados han puesto sobre la escena una larga lista de memorables montajes, contundentes, cargados de pura violencia istmeña, producto de un rigor ejemplar.
Desde un principio se propusieron hacer teatro en su pueblo. A diferencia del hijo de Pedro el herrero de José Alfredo, que no pudo ser algo grande por no salir de su pueblo, ellos han logrado ser enormes haciendo su teatro en una población de menos de cien mil habitantes y a unos 800 km de la Ciudad de México.
Los conocí en Querétaro. En aquellos tiempos yo comenzaba a escribir para el teatro y ellos se habían fugado, sin mucho éxito, de Tehuantepec (al año volvieron y ahí siguen). Después de eso nos encontrábamos por ahí como nos encontramos siempre todos en el teatro. Con el tiempo la amistad creció. Ahora nuestra amistad básicamente consiste en que Marco me habla todos los sábados bien borracho a decir que me quiere mucho. Durante una hora, o más, me dice que me quiere mucho. Supongo que ya bebe menos, porque últimamente me habla menos. Espero que sobrio me siga teniendo tanto cariño.
Hace algunos años Marco Pétriz quiso llevar su obra Día de fiesta a las escuelas de la localidad. Creo que era un programa de teatro escolar. La obra era para dos actores adultos y dos niñas. Por los horarios de función, las dos niñas no iban a poder participar, y Marco tuvo la peregrina idea de pedirme que se la adaptara para dos actores. En esos tiempos todavía estaba con la familia Toño Lópeztorres, así que la obra tenía que quedar para que la actuaran él y Grabriela. Si no fuera porque no tengo duda de que Marco Pétriz es uno de los mejores directores de teatro de este país, lo habría mandado a la chingada sin importarme si me quiere mucho o poquito, pero como Marco Pétriz es uno de los mejores directores de este país, si no el mejor, y cuando bebe dice que me quiere mucho, acepté. Acepté y de paso le partí toda la madre a su obra, y ya que andaba en esas, se la pasé de diálogos a convención narrada. Si antes Pétriz me hablaba los sábados para mostrar su amor, después de recibir el texto me marcaba dos o tres veces al día para decirme que me odiaba y preguntarme qué hacer con esa cosa. Yo, como no tengo ni la más remota idea de lo que es montar una obra de teatro, y menos si no tiene dialoguitos, le inventaba lo que se me iba ocurriendo. Así fue.
Pasó que en el proceso del montaje se cayó el programa de teatro al que iban a llevar la obra porque todos los maestros de Oaxaca estaban en huelga. Ahí se dio el milagro, porque por primera vez los Pétriz tenían un montaje para llevar. Y lo llevaron. Fueron a la Ciudad de México, después de más de quince años de no hacerlo, y la clase teatral los recibió con aplauso de pie. Después se fueron a Argentina, yo no los vi, pero dice Dubatti que arrasaron. Estando en Argentina, en una comunidad, sucedió que no había electricidad para colgar las luces. La gente de la comunidad se acercó con lámparas, velas y quinqués y bajo esa mágica luz artesana dieron función. Cuando me lo platicaron lloré, lloré porque son muy llorón y porque la vida en el teatro te da algunos momentos hermosos, ese fue uno de ellos.
Después se fueron a dar funciones en Texas y como Toño ya no estaba con ellos, Marco Pétriz con su uno ochenta de altura se vistió de tehuana y actuó el papel del muxe.  Maravilloso.
La vida los ha tratado mal últimamente. Los temblores de septiembre tumbaron la mitad de Tehuantepec y tres o cuatro pedazos de su teatro. Ellos estuvieron durmiendo varias semanas en un campamento improvisado frente a su casa. Yo pensaba mandarles unas maruchan rayadas con esterbruc pero no quisieron. Su estoicismo fue ejemplar. Siempre se mostraban más apurados por la comunidad que ellos mismos. Todavía estaban de camping cuando les avisaron que habían sido acreedores a la Medalla al mérito teatral. Se dieron un momento para celebraciones y siguieron trabajando.

Dicen los que saben del amor, que amor que no da frutos no es amor. El amor de los Pétriz ha dejado sus frutos teatrales y, el mayor de todos, Sabina, su hermosa hija. La dejé al final porque a ella le tengo un cariño especial, es una de las dos hijas que nunca tuve (la otra es Alejandro Ricaño). Como nació en el teatro, no entiende mucho la diferencia entre actuar y vivir. Antes de entrar a escena está comiendo una paleta helada, le dan su quiu, deja la paleta a un lado, entra, da la función de su vida (siempre da la función de su vida), sale y vuelve a la paleta. Mi niña hermosa dice que ella no se va a dedicar al teatro, que le interesan otras cosas. Según ella. Según ella.

lunes, 4 de septiembre de 2017

De tu revolución a las mías...

De tu revolución a las mías…

Antes que nada quiero hacer una confesión: nunca de los nuncas pretendí hacer una revolución. Nunca pretendí cambiar la forma en que escribimos para la escena en nuestro país. Si lo hice, y dos veces, fue solo buscando maneras de jugar en la escena. Me gustaba la idea de complicarle el proceso a los hacedores teatrales. Eso sí. Lo demás fue mero accidente.

Ahora, el que no haya sido un revolucionario intencional, no quita que no tenga mis ideas sobre lo que debe ser o no una revolución. En estos años relacionándome con la escena me ha tocado toparme con tanto tarado que se autoerige como un posible renovador de nuestra escena, que ya tengo cajones específicos para guardar sus ridículos y autosuficientes panfletos.

No creo en esas revoluciones que se refugian en la academia, normalmente pergeñadas por un estudiante de medio pelo quien, habiendo leído dos o tres teorías más o menos interesantes, las pasó por las cuatro piedritas de molino que tiene por cerebro y ahora sostiene un picadillo conceptual, que defiende a capa y espada, que es apoyado por un grupito de esos maestros que son maestros de facultad de teatro porque hace mucho que no pueden aportar nada a la escena o nunca lo hicieron. Estas revoluciones de pasillo, tienden a ser las más violentas. Como no han encontrado la manera de corroborarse frente a un público y no tienen la necesidad de confrontarlas en un medio más abierto que un rincón del campus, retozan en palabras y actitudes doctrinarias que pretenden imponer su muy torcida idea del teatro a fuerza de amedrentar almas sumisas.

No creo tampoco en esas revoluciones que tienden a renovar el papel autocrático del director sobre los actores y demás hacedores de la escena. Connatos revolucionarios que aparecen cada dos décadas en el ambiente, y repiten, a veces con nuevas herramientas, el viejo discurso que pretende demeritar el papel del actor sobre la escena, revoluciones que compran en oferta, paradójicos, actores que solo han encontrado decepciones en su vida laboral. Tal es el caso, sin duda, de muchos de los que andaban todavía hace un año gritando cosas curiosas como “escena expandida”.

Ahora, no todas las revoluciones tienen un solo carácter retrógado y servil, sino que tienden a agrupar más de un vicio de origen. Estas dos que mencioné, normalmente comparten esa vieja costumbre del teatro mexicano de voltear a la vieja Europa para tratar de imitarla en lo más nuevo que puede ofrecer a sus afanes revolucionarios. Resulta curioso, que ese eurocentrismo servil, que campea en nuestras tierras desde la misma Colonia, siga siendo motivo de gratuitas propuestas de renovación.

Una manera que tengo para identificar estas falsas revoluciones es la frase con la que se promocionan, la que, palabras más palabras menos, siempre dice algo como: “Eso que haces es lo que era antes el teatro, el teatro ahora es esto”. Y en lo que afirman que ahora es el teatro, no hay manera de encontrar un correlato con la realidad, pues eso que dicen que ahora es el teatro, en términos latos se refiere a lo que estos señores quieren que sea el teatro, a formas de hacer y entender la escena de las que podemos encontrar solo algunos ejemplos aislados en nuestras tierras y en realidades que nos son ajenas.

Me gustan, en cambio las revoluciones que buscan revalorar el papel del actor sobre la escena. Las que buscan incidir en nuestros muy viciados procesos de producción teatral y los más viciados de relación del teatrero con el poder, esas también me gustan. Pero las que realmente me encantan son las que toman lo que ya sabemos que es teatro, lo analizan con inteligencia y buscan la manera de poner nuestra idea común de teatro en crisis, de a poco y sin endosarle la factura al desprevenido público. Esas que te golpean duro, en la nuca, sin que te des cuenta. Chuladas.

Me gustan más las revoluciones que no gritan su nombre. Las revoluciones que sí me gustan son las que no andan por ahí gritando que son revoluciones, las que no andan por ahí exigiendo con argumentos extraescénicos su lugar en la historia del discurso teatral. Así, me sigue gustando Richard Viqueira, hombre de excesos: excesos sobre las tablas, excesos lejos de ellas. Si su: “Si no duele no es teatro”, que se ha convertido en su tarjeta de presentación, es ya excesivo, no constituye ni por mucho el único de sus maravillosos excesos. De David Gaitán, que fue también mi gallo, no puedo decir ahora nada porque tengo tiempo sin ver en qué anda. No es su culpa, él no deja de hacer teatro, lo que pasa es que yo cada vez lo veo menos. Revoluciones que todavía andan en el tintero pero me gustan para brotar en las siguientes temporadas de lluvia, están Bernardo Gamboa, que sabe estructurar discursos poderosos en la más absoluta anarquía. Sigue en reserva, ya lleva tiempo ahí, más no por ello podemos desecharla, a Mariana Hartasánchez. La Hartasánchez es uno de esos talentos totales que están esperando una o dos rayitas más de madurez para enmudecernos. Ya el tiempo lo dirá. Pero, repito, no veo mucho teatro últimamente y seguro habrá una que otra propuesta por ahí que se me está escapando.

Estrambote


No mencioné en las revoluciones que detesto a esos que andan haciendo ahora teatro para bebés y que afirman contundentes que no los entiendo porque soy un viejo. No las mencioné porque creo que ni ellos mismos se creen que esa mamada con la que ahora intentan ganarse el bolillo sea una revolución. Y para ellos, sigo preguntando, porque siguen sin responderme, cómo es que llaman teatro para bebés un teatro que hacen con intenciones de presentarse a críos de cero meses a tres años. Siguen sin explicarme, si es que saben tanto de lo pueril, cómo vencen la contradicción de estas dos sentencias, puesto que bebés son los que tienen de cero a seis meses. Es decir que, hablar de teatro para bebés de cero meses a tres años es como decir “cadenas para perros de los que ladran, maúllan y hacen muuu”.

martes, 16 de mayo de 2017

Teatro para bebés, otra vez

Por andarme peleando con la muerte se me acumularon los vivos. Algunos más vivos que otros. Sin respetar orden cronológico vuelvo pues a la trajinera, a ver cómo ando de afinado.

El que algunos llaman “teatro para bebés” sigue dando de qué hablar. Del lado de los detractores, subyace la muy incómoda idea de no poder decir lo que piensas al ver a personas que considerabas dignas de afrontar discursos más elaborados, gente con la que compartiste caminos, verla haciendo muecas babosas para llamar la atención de bebés ajenos. Del lado de los defensores, se sostiene la idea que un niño de menos de siete meses (a eso llamamos bebé), cuenta con ciertos requisitos para considerarlo un espectador válido para el convivio teatral.

Y mi querido Enrique Olmos, que nunca deja de sorprenderme, y hasta a veces pienso que hace las cosas para sacarme corajes, ahora lanza un espectáculo de teatro para bebés, y defiende el concepto en las redes con la misma ferocidad que usó para destronar al bueno de Luis de Tavira. Vamos de nuevo con el teatro para bebés, pues.

Siempre comienzo mis cursos explicando que llamamos teatro a un amplio rango de hechos que se dan sobre la escena y a otros que ni escenario necesitan, de la misma manera que lo mismo llamamos medio de transporte a una patineta que a un transbordador espacial. Si a esto sumamos esos curiosos actos que por compartir ciertas semejanzas con lo que entendemos como teatro llamamos “teatralidades” los bordes de una definición conceptual de lo que es teatro se tornan difusos.

Si comienzo con esto mis cursos es porque me importa mucho más definir con el alumno qué teatro quiere hacer y explorar, me interesa más que definir qué es o qué no es teatro.

Yo creo que Enrique Olmos y estos otros teatreros que andan estimulando neonatos tienen todo el derecho de llamar teatro a lo que hacen. Si ellos y los papás de los niños que pagan el boleto y cargan el bulto coinciden en que eso es teatro y que es posible hablar de teatro cuando se dirige uno a bebés, teatro será. De la misma manera, yo tengo el derecho a decir que eso no es teatro y ahí van mis argumentos.

El primero, que ya en otra nota lancé y no me han respondido más que con berrinches: en mi idea de lo que es teatro subyace la necesidad absoluta de entablar un diálogo con una comunidad y conmoverla más allá de lo inmediato como colectivo, algo imposible de hacer con un grupo de bebés de tres meses de edad.

Y si alguien me puede responder esta pregunta, de una vez le encargo esta otra que no tiene que ver con el teatro: ¿por qué le llaman “teatro para bebés” y dejan el rango entre los cero y los tres años, cuando un bebé por definición no pasa de los meses de edad (alrededor de seis)?

Bebés aparte, quien me importa ahora es el del hacedor escénico, que haciendo teatro para bebés tiene que llevar su capacidad discursiva al más básico preverbal para intentar desesperado establecer una comunicación con su público, y en el camino arrastra el concepto del teatro a lugares que ni el mismo Chabelo llegó a concebir.

Conozco muchos teatreros que, como todos, se despiertan cada día a corretear el bolillo. Como teatreros nos gusta decir que la vida en el oficio es dura, aunque sabemos que no es más dura que la de un taxista o un contador, pero sí es dura. Conozco a varios, que por las mañanas trabajan organizando festivales de primavera y cosas así en la primera primaria o jardín de niños que los contrate. El bolillo es el bolillo y es duro y hay que corretearlo. Muchos de estos organizadores matutinos de festivales, por la tarde hacen teatro, y a veces de ese teatro que llamamos “del bueno”. Estos mismos señores, pues, jamás llamarían teatro a su trabajo por las mañanas (a menos que con cierta dignidad puedan creer que lo es). Pero en cierto sentido, muy amplio del término, lo que hacen por las mañanas es siempre teatro, tanto y más que lo que ustedes llaman “teatro para bebés”. Solo para no perdernos, no estoy haciendo diferencia de calidades técnicas, estoy hablando de conceptos. El “teatro para bebés”, sin importar si tiene calidad o no, que eso no afecta al concepto, está más lejos de lo que puedo entender como teatro que los festivales de primavera de un jardín para infantes. Si una maestra de preescolar, de esas que abundan en el tínder, me dice en la primera cita que ella también hace teatro, mi primer impulso es embarrarle el plato de ravioles en la jeta. Después pienso que no he cogido en meses y sonrío condescendiente, pero ya dije cuál es mi primer impulso.


Lo que quiero decir con esto es que si ustedes quieren llamar a lo que hacen con los bebés “teatro”, por mí pueden reinventarse los diccionarios y hablarse en nuevos esperantos, pero cuando lo dicen, no puedo evitar sentirme ofendido, porque he dedicado buena parte de mi vida adulta a preguntarme qué es el teatro, y entre pregunta y pregunta me he ido haciendo una altísima idea de lo que implica hacer teatro, de lo importante que es para una comunidad y por lo que vale la pena intentarlo sobre cualquier otra cosa. Yo entiendo que quieran llevar de comer a sus casas, pero no ofendan al teatro ni a la inteligencia. Y si eso que hacen es para ustedes teatro, no es el teatro que yo hago, y no solo eso, me parece más ridículo que un festival de primavera en primaria pública y más propio para que lo ejecuten maestras de preescolar que teatreros, pues al fin, ellas hacen una cosa y nosotros otra.

jueves, 16 de febrero de 2017

A UN REPUGNANTE TROLL (De Aristóteles, Fernando de Ita y banquetas afiladas)

Creo que no entendiste nada sobre lo que dije de Aristóteles y de por qué me parece ridículo que lo usen de comodín para cualquier discusión sobre el sentido del drama. Repugnante troll: tus comentarios, anónimos, no merecen respuesta, me detengo contigo porque pienso que en mi texto pasé de largo algunas ideas y espero que responderte les sirva también a otros. Trato de ser preciso, a ver si queda claro:

Aristóteles no era infalible. Se equivoca mucho. Si la ciencia fuera tan estúpida como nuestros teatreros, todavía pensaríamos que dos cuerpos caen a diferente velocidad en proporción a su peso. Eso lo dijo Aristóteles. En este siglo, los únicos que creen que una bola de boliche cae miles de veces más rápido que una canica, son nuestros teatreros. También creen que la mejor definición del personaje es “el que ejecuta las acciones”. Así son ellos.

Aristóteles tiene como referencia las obras de su lugar y tiempo. De ellos, incluso no toma todo. Por ejemplo: poco sabemos sobre lo que fue el teatro de calle en Grecia. Lo que sí sabemos, es que tuvo una importancia, por lo menos una presencia, mayor que la misma tragedia. Pero vamos al punto: sostener cualquier argumento sobre el drama, en estos tiempos, citando a Aristóteles, es como intentar llegar a la luna en un trirreme. Son dos mil quinientos años, dos mil quinientos años de evolución del drama. No mames.

Concediendo lo inconcedible, ni siquiera sabes bien qué dijo Aristóteles. La mayor parte de las citas y verdades torales que se le atribuyen sobre el drama, vienen de traducciones a modo que se dieron con el tiempo para justificar posturas de una época. Es decir, aun cuando no creyeras en mis dos primeros argumentos, antes de citar la Poética, deberías revisar si realmente estás citando la Poética.

Este asunto es menor, pero no quiero dejarlo pasar. La Poética no es un tratado, la mayoría de los críticos coinciden en que es una colección de apuntes para clase. Por eso está tan desordenada, por eso hay ideas que pasa de largo y otras en las que se entretiene sin sentido, por eso, hasta en la mejor traducción, siempre encontrarás que hay ideas que no amarran con las otras.

Ya todo lo del personaje no voy a repetirlo ni desglosarlo ahora. Solo debe quedarte claro que si lees bien el texto original, el que llegó a nosotros, si lo lees con cuidado e inteligencia, encontrarás que el concepto de personaje todavía no está cuajado en la Poética. El concepto de personaje irá tomando forma durante todos estos siglos. Por decirlo de manera simplona: Aristóteles nunca habló del personaje, tiene ideas que son importantes para su configuración, pero no lo ve. No lo alcanza a reconocer o no le interesa.

En cuanto a lo demás, te doy algo de razón: Fernando de Ita siempre ha hablado bien de mí por cariño. Creo que también por respeto, pero, sobre todo, por cariño. Pretender que eso le quite méritos es estúpido e infame de tu parte, en tal caso a quien le quitará méritos es a mí, pues buena parte de mi fama se la debo a sus estridentes pregones. Tal vea no lo sepas, y si lo sabes, por infame prefieres ignorarlo, pero no existe nadie en este país que pueda hablar con tanta autoridad del teatro como Fernando de Ita. No solo es un decano de nuestro periodismo cultural. Fernando de Ita ha recorrido la legua, ha visto el teatro que se hace en absolutamente toda la provincia de nuestra República Teatral. Eso ha sido por décadas y nadie más lo ha hecho. Nadie en nuestro país, además, ha visto tanto teatro del mundo y lo ha discutido de manera feroz con sus creadores. Además, durante años, he sido testigo de su disposición para pelear por los derechos y la dignidad de nuestros teatreros. Cualquier teatrero en este país que se topa contra el desdén y el abuso de las instituciones, al primero que busca es a Fernando de Ita. Eso lo saben todos. Comparar a Fernando de Ita, no solo es infame, te muestra desinformado. En resumen, no solo yo le debo mucho a Fernando de Ita: todos los teatreros en este país, nuestro mismo teatro, le debemos mucho a Fernando de Ita. El teatro en México hoy sería una cosa muy diferente, muy menor, si no fuera por de Ita.

Nunca borro mensajes, aunque sean anónimos, aunque sean soeces, como el tuyo. Este lo borré no por lo que digas de mí, lo borré porque eres infame con gente que quiero y respeto. Conmigo, lo que quieras, con mi gente, no te metas. Ni tú ni nadie.


Y para terminar: te respondí con toda decencia, pero cuando sepa quién eres, ten la seguridad de que te voy a embarrar el hocico contra la banqueta hasta dejarte sin dientes. Baboso.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Una bola de carne en la escena

Hay obras, que de tan malas, te dificultan el análisis, la disección. En estas, nunca sabes por dónde comenzar: se antojan como un gran animal de caza que cuelga de las patas traseras y pide inerte que lo desuelles con máxima precaución. Ahí, pues, están las ridículas pretensiones del director haciendo las de tripamenta; más abajo, el baboso entender de lo que es plantarse sobre la escena como dos largas y jugosas piernas que deben ser decoyunturadas con filo y precisión; acá la piel y cornamenta de la escenotecnia dislocada y, por todos lados, terminará regada la sangre del mismo sentido de hacer teatro.

En cambio, hay otras obras, de tan complejas, bien resueltas, tan vivas ellas, que invitan al pánico siquiera de posar la mirada sobre ellas. Corren vigorosas, magníficas, por los llanos de la escena. Palpitan con fuerza, enloquecen al mezquino cazador de comadrejas que es cualquiera que se asuma crítico y ponen a temblar el dedo en el gatillo, o el que tensa la cuerda del arco. Qué importa el arma, dedo al fin. Estas obras son las menos, pero ahí están. “Hay teatro vivo y teatro muerto”, dice siempre Fernando de Ita citando a Roberto Ciulli, y dice bien. Bola de carne, de Bernardo Gamboa, es pieza de caza mayor. Solo tocarla, pues, me parece irresponsable; pero hay que hacerlo, evitarlo sería ingrato, pues haberla vivido fue un regalo para este torpe cazador de maravillas. Vamos a ver si mi falta de pericia no termina partiéndole el hocico.

Comienzo por la ética. Asistimos a la caída de Occidente. O eso nos parece justo desde aquí. Vemos cómo se derrumba el país y suponemos por los noticiarios que el mismo Orden Occidental se está yendo a la mierda. Suponemos también, en medio de la caída, que la ética podría salvarnos del reatazo. Es decir, nos parece que detrás de todos los problemas están la corrupción, la ineptitud y violencia de nuestras clases política y empresarial, la inmediatez y gandallismo de nosotros acá abajo, y otros males de diferentes tamaños que bien podrían solucionarse si volviéramos a actuar de manera correcta. Todo se nos plantea, pues, como un dilema ético de lo más elemental: ser o no corrupto, ser o no gandalla, y así y así. Y este dilema ético se traduce, en tanto que ético, en una propuesta de acción civil: permitir o no hacer al corrupto, permitir o no hacer al gandalla, combatir o no la violencia con violencia.

Para Bernardo Gamboa y Micaela Gramajo somos todos, pero todos, unos ilusos optimistas si pensamos que la ética puede servirnos de algo: el mundo se está derrumbando y la ética es solo otra forma de expresión cultural, es decir, otra forma del ejercicio del poder.

La trama es sencilla, hasta planteada en la forma más elemental de teatro de tesis: se ubica ubicua en un mundo que lo mismo es aquí y ahora que el Imperio Romano que escucha horrorizado a las bárbaros tocar a la puerta. Aquí o allá, qué más da, un par de criados godos están enseñando a la hija del patrón el viejo arte de cazar cerdos. Y la violan. Apenas van a cazar al marrano cuando mejor deciden que lo correcto es cogerse a la hija del patrón. No me queda claro en este momento si también la matan pero eso no es lo importante, el crimen está hecho y debe ser castigado. Bizarro el mundo, bizarra su manera de entender la justicia, bizarros los oponentes, queda planteada la cosa judicial en un dilema ético: tú tienes todo el derecho, desde tu posición de poder, a juzgar y condenar mis actos, de la misma manera que yo tengo todo el derecho, asistido por la misma naturaleza de cometer el delito, es decir, tú me condenas porque puedes y yo me la cogí porque podía. Ergo, cualquier cosa que resuelvas te enredaría en una paradoja. Ergo, y peor, cualquier decisión que tomes pondría en crisis la ética y Roma de todos modos caerá.

No me avergüenza haber develado la trama porque Bola de carne está planteada muy lejos de la convencionalidad del drama de tesis. La historia como tal, corre como una muy corta columna vertebral de la que se desprenden largos y gratuitos miembros, escenas que a veces clavan su pezuña frontalizando al público con el discurso directo, otras alargan la trompa en escenas cotidianas más propias de un teatro íntimo y que se desbocan en juegos de argumentación, inteligencia y lenguaje.

Si la dramaturgia es fina e inteligente, la puesta en escena es vigorosa y carnal. Si la obra tratara sobre un estúpido gusano que busca a su mamá, aun así verla valdría la pena por las actuaciones de la Gramajo y Gamboa: ella solvente, él imponente, ambos bien vivos, llenando la escena como si de la actuación dependiera toda la obra.

La parte más horrible de mí no pudo dejar de pensar durante la obra en otros ejercicios similares, esos que ahora se venden caros a nuestra babosa burocracia teatral y llenan sabrosamente el ojo de ese público de hipsters atarantados que creamos con el pretexto de la renovación de la escena: teatro de ideas sin una sola idea, con muy poquito teatro. Hacer teatro de tesis no es fácil, pensar el mundo de manera inteligente y luego llevarlo a la escena se antoja a veces imposible: porque el seso es seso y el teatro es carne, pura maciza. Bola de carne, con toda su fuerza bruta, con toda la humedad sanguinolenta que supura, hace que parezca fácil.


Estrambote

Sé que a esta obra no le ha ido mal, tampoco ha sido el hit del año. Entiendo que su inteligencia y lucidez le puedan hasta parecer chocantes a este mundo estúpido. La misma paradoja que plantea la obra la victimiza: quien decidirá si Bola de carne es importante serán los ya citados público y burócratas teatrales. También nuestros teatreros. Y en tanto que todos ustedes ciudadanos, al fin cómplices de este derrumbe generalizado, cómo podrán entender el bello animal que se solaza frente a ustedes. Quede entonces Bola de carne como un registro de que alguien, por lo menos alguien (en este caso dos), supo (supieron) leer las catástrofes en medio del temblor: la catástrofe de la Occidente en general y la catástrofe de nuestro teatro mexicano en lo particular. Digo, sirva como registro si es que al final queda alguien para leerlo.

Segundo estrambote

Bola de carne se presentó en nuestro teatro La Caja (digo nuestro porque depende de la Compañía Titular de Teatro de la UV), acá en Xalapa, se presentó gracias a las malas artes de Luis Mario Moncada y gracias a esa disposición que siempre tienen los verdaderos teatreros de hacer teatro cualesquiera que sean las condiciones. La presentación de Bola de carne fue un vaso de agua fresca en medio de los calores que produce la actual sequía del teatro independiente xalapeño, porque algo pasa con el teatro independiente en Xalapa. En los últimos años, una generación de jóvenes y talentosos teatreros dio vida a nuestra escena independiente. Estos jóvenes crecieron: los que de verdad servían, se fueron, porque en Xalapa las condiciones para hacer teatro no son las mejores; quienes se quedaron aquí, pues por algo se quedaron aquí. Eso pasa, y es normal, pero uno suponía que detrás de este grupo vendrían los jóvenes a llenar el espacio y continuar con esa gran historia de teatro orillero que tiene ilustres referentes en gente como Paco Beverido y proyectos como aquellos talleres libres de La Caja. No veo a los jóvenes. Vamos, sí los veo, pero los veo haciendo trabajos escolares, sin sentido ni factura, dignos de cualquier otro puto rancho polvoriento. Para acabarla de joder, Martín Zapata, que se había quedado acá para sacar la casta, ahora anda muy orondo de sabático.



Allí el animal, acá las carnes, juzgue usted mi pericia con los cuchillos y la chaira.

jueves, 9 de febrero de 2017

Los nombres del personaje

Es difícil hablar del personaje en este país por la serie de discrepancias y equívocos para nombrarlo que se han ido acumulando, tanto en la historia de Occidente, como las muy propias de nuestro país y, particularmente, de la academia y nuestro medio teatral.

Los equívocos comienzan con el mismo Aristóteles, sus lecturas sesgadas, sus traducciones forzadas y, particularmente, la ridícula traducción que hizo de la Poética Juan García Bacca, a quien, a propósito de esto, Valentín Garía Yebra, en la muy autorizada versión trilingüe de Gredos, dedica varias páginas de agudos reproches.

El mismo hecho de seguir considerando a Aristóteles punto de partida para el análisis del personaje, o cualquier análisis del relato en general y el drama en particular, sigue siendo la gran piedra que cuelga sobre las cabezas de nuestros pensadores del teatro, al grado que se ha vuelto fórmula general el uso del término “aristotélico” para referirse a todo lo que entendimos por teatro y drama durante dos mil quinientos años y el de “no aristótelico” para esos intentos de erosionar el modelo que, comenzaron el siglo pasado, y ahora ya están más que reventados, incluso, para sorpresa del púlpito, en las formas más convencionales que tenemos de entender estos conceptos al día de hoy.

Resulta ridículo, pues, seguir tomando como referencia a Aristóteles, cuando el siglo veinte produjo formas mucho más claras y sin errores de traducción que analizan el relato y sus categorías, mejores y más intencionadas que las que se presentan en esa colección de apuntes para clase que nos llegó del Estagirita. Es verdad que Propp coincide con Aristóteles en un principio al solo observar al personaje en acción, y pueden encontrarse puntos en común entre el pratton aristotélico y las funciones de Propp, pero cualquiera que haya leído a los dos encontrará rápido que el ruso llega a un lugar similar pero partiendo de hacer una extrapolación de las herramientas de la biología para el análisis taxonómico. Le doy mucha importancia a esto porque buena parte del pensamiento sobre el drama que se produce en el siglo veinte tiene su origen en los intentos de Vladimir Propp por analizar los cuentos tradicionales rusos, aun cuando este pensador haya sido rebasado con rapidez.

El problema de los nombres

Pero concedamos su lugar al sabio griego, y no lo desechemos para el asunto de los nombres, porque quedamos que de él parten todos los problemas. Lo que se traduce como “personaje” en buena parte de las traducciones, se refiere principalmente al uso que hace Aristóteles de dos palabras: “prattón” y “ethos”. En otras partes, claramente el sujeto de la oración está obviado en el griego, por lo que el traductor opta, convenientemente, por enunciarlo. De estos tres conceptos parte, pues, todo lo que quienes toman la Poética como referencia para hablar del personaje. Curioso es que ninguno de los dos primeros se refiera propiamente al personaje y el tercero solo lo suponga. Eso sí, cada uno de los tres se acerca, roza el término, y lo pasa de largo.

El caso del prattón es el más sólido. Con él se refiere Aristóteles a “el que hace” y no a la figura precisa del personaje en el momento de hacer. Trato de explicarme: es como cuando usamos el arcaísmo “rompido” sobre la forma actual del participio pasivo para romper, que es “roto”. En “rompido” estaba la acción no esencializada sobre el sujeto, pero como consideramos, que cuando algo se rompe ya se rompió, con el tiempo fuimos prefiriendo “roto” porque “roto” se integra a la esencia del sujeto, entendiendo, pues, que no es algo que le pasó al sujeto y nada más, sino que es algo que modificó su esencia. Lo roto, pues, roto está. Así, Aristóteles, no está reconociendo un ente hacedor en el pratton como tal, se queda solo observándolo en el momento de hacer pero no reconoce, como en ninguna parte de su obra, el constructo ficcional que se crea a partir de las acciones: el personaje. Eso no quita méritos, en el pratton es la primera vez que encontramos, aunque líquida, mención a esa parte del personaje que la teoría moderna ubica en el “hacer”.

Los problemas de interpretación para “ethos” son los menos sostenibles. No hay duda en ninguna parte de la obra de Aristóteles lo que quiere decir con “ethos”, que se traduce correctamente como carácter. Pero a lo largo de la Poética, Aristóteles habla sin mucho distingo entre la cosa y su representación, así, se refiere a veces con “ethos” lo mismo al carácter de los hombres que a la representación del carácter de los hombres. El detalle es sutil y sería vano detenerse en él, si no fuera porque toda la poética está fundada en el concepto “representación”. Entonces, aun cuando le diéramos el beneficio de la duda y entendiéramos que “ethos” se refiere propiamente a la representación del carácter de los hombres, lo que nos pondría cerca del “pratton”, pues como bien sabemos, el carácter es la forma en la que el pratton hace su trabajo en el drama y por lo tanto es la parte más importante del “hacer” del personaje, aun en este caso, no está hablando del personaje como tal. Así, cada que un tarado me viene con el cuento de que Aristóteles dijo que la acción siempre es más importante que el personaje, ya de plano solo me sonrío. No solo tendría que explicarle sus errores de formación, tendría que detenerme a explicarle con cuidado que el concepto de la “acción” no puede separarse, y por lo tanto, ponerse encima, del de “personaje”. Sonrío pues.

Entonces, en Aristóteles no estaba nombrado el personaje. Ni nombrado ni reconocido más que parcialmente. La confusión de los nombres continúa inmediatamente después de su muerte, con Los caracteres de Teofrasto. (No es por ser chismoso, pero todo mundo sabe en Atenas, y por acá, que Teofrasto era el killer de Aristóteles). Con Teofrásto por primera vez tenemos un nombre para el personaje: carácter. Esto abonará en el tiempo a la confusión de términos. Por una parte tenemos en la Poética el término “ethos”, que se traducirá incorrectamente como “personaje” y de forma correcta como “carácter”; por la otra, tenemos ya con Teofrasto la palabra “carácter”, que se traduce como carácter, pero que se refiere a “tipo” en cuanto a gramática del personaje.

Hasta que el personaje comenzó a dividirse en “ser” y hacer”, era muy válido entenderlo por una construcción de “tipo” y “carácter”, construcción que además era suficiente para entender y dividir todas las formas de personaje hasta antes del naturalismo. El modelo no solo era fácil de explicar, sino fácil de encontrar en los textos dramáticos de referencia: un tipo es una idea general del hombre (tal como los tipos que presenta en sus Caracteres Teofrasto) y el carácter un rasgo que lo particulariza, que lo separa de esa idea general, que no necesariamente tiene que ser solo una forma de hacer, un “ethos”. Entonces, si en Teofrasto encontramos tipos llamados “caracteres”, y por otra parte, usamos carácter tanto para referirnos al “ethos” como a todo lo demás, bendito Dios, no hay quien entienda. Si a esto le sumamos que en algunas lenguas, como en el inglés “carácter”, carácter es sinónimo de personaje, aquí apareció el gordo con el leño y todo valió madres.

En resumen, en este país podremos comenzar a hablar del personaje, de su estructura, de sus relaciones, cuando dejemos de tomar como referencia a los griegos. Dejar de citar a lo pendejo a Aristóteles, tanto para afirmarlo como para negarlo, ayudaría bastante. Decirle “personaje” al personaje, también. Comenzar a desglosarlo y construirlo por categorías del “ser” y el “hacer” y entenderlo como un vector en construcción, ya sería el dulce.


Estrambote


Querido teatrero mexicano: sé que me lees en bola y por montón cuando digo chingaderas de la gente. Sé que casi nadie lo hace cuando hablo en serio. Ni mientas ni saques inútiles pretextos: me lo dice el contador del blog. Y el contador del blog no miente. Desde hace tiempo tengo asumido, pues, que columnas como esta las leen el aire y seis o siete robots ucranianos. Aunque, a pesar de todo, mantengo la confianza de que a alguien le sirvan mis palabras, las escribo con la mera intención de dejar un registro de que estuve por aquí, de lo mucho que amé pensar en la palabra, lo mucho que amé pensar, lo mucho que amé y lo mucho que me dolió. Si llegaste hasta aquí, ya estoy agradecido.

jueves, 5 de enero de 2017

Serenata Xalapeña

Anoche, padeciendo amores, curélos pergeñando una serenata para la tierna flor de mis suspiros, pero más que curarlos, amanecen hoy algo agravados. Amada mía, sabes que me rompes con tu desprecio, y cada uno de estos versitos, es un pedazo de lo que queda de mí. Acompáñalos en tu lectura con música de Chava Flores o una tierna balada del Piporro.

Nota: por recomendación de mi abogado guardo el nombre y apellidos de mi amada en el corazón, absténgase de preguntar, curioso lector.


Serenata xalapeña

Yo sé que escuchas
Detrás de las cortinas
Que estás tejiendo
Un suéter u otro chal
Y estás tuiteando
A todas tus amigas.
Que ando muy loco
Y te vine hoy a cantar.
Con este frío
Te vine hoy a cantar.

Aquí el mariachi
Cobró ochocientos varos
Dos six de lager
Y un brandi ques coñac.
Yo aquí pagando
Los vicios de esos vagos.
Y tú ingrata
Me aplicas el frienzón.
Y tú de piedra.
Me aplicas el frienzón.

Por todo el barrio
Te dicen ya la sorda
Que a cada rato
Te vienen a cantar
Y nunca sales
Parece que ni escuchas
Y ni te asomas
Qué vayan a pensar
Tú tan decente
Qué vayan a pensar

Ya le piqué
A todos botones
Del uno al ocho
Y luego al revés
El edificio
Ya está medio emputado
Menos la gorda
que vive en el seis
Métete gorda
Que para ti no es.

Ya los vecinos
Llamaron a la trulla
Y no me importa
Yo voy a declarar
No soy poeta
Ni tú una campesina
Tú siembras mota
Y yo ni sé rimar
Tú esnifas coca
Y yo ni sé esnifar.

Y vuelvo pronto
Nomás que sea quincena
Para cantarte
Los versos de mi amor
Si no te gustan
Ni que estuvieras buena.
Tú eres la sorda
Y yo soy el cegatón.
Yo canto feo
Y tú pareces troll.

Y mientras tanto
Te estás haciendo vieja
Con tus agujas
Un vodka y lexotán
Ya sal ingrata
Asómate a la calle
La vida pasa
Y se te va a pasar
Pasa de prisa
Y se te va a pasar.

Tan tan.

lunes, 2 de enero de 2017

Adrián Vázquez lo hizo de nuevo

Hace un mes, Adrián Vázquez me pidió algo insólito: quería que leyera un texto que estaba escribiendo para que le ayudara a ponerle nombre. Titular una obra que no es tuya es como atinarle el nombre a un perro que no conoces. Para hacer la tarea más difícil, el texto apenas era una escaleta de algo que estaba trabajando con sus alumnos sobre el escenario y Vázquez tenía mucha prisa porque estrenaba en este mes.

Ante mi pasmo absoluto, el cuarto Vázquez más famoso de Baja California (después de esos tres hermanos que interpretan covers con una guitarrita), terminó decidiendo por él mismo y la obra se llamó Los que sobran. Y, efectivamente, lo que en noviembre era apenas una escaleta llena de faltas de ortografía, se estrenó un mes después en el Foro Shakespeare de la Ciudad de México.

Hace unos diez u once años, conocí a Adrián Vázquez y su trabajo en No fue precisamente Bernardette, un unipersonal vigoroso y desbordante de vida. Desde entonces lo he seguido de cerca y con el tiempo hasta creo que somos amigos. Hijo del esfuerzo, hombre de trabajo como nadie en el medio, Vázquez lo mismo participa en proyectos ajenos y colectivos que en los propios, muy individuales y sintéticos. Hasta esta obra, su trabajo se caracterizaba por ejercer el concepto de “unipersonal” en su sentido más estricto: un actor en escena, que se dirige a sí mismo, que ha escrito él su propio texto, produce el espectáculo, y que si fuera por Vázquez, él mismo se encargaría de la cabina y vendería los boletos. No confundir estos trabajos personalísimos con otros en los que participa como director o actor.

Ya en Wenses y Lala (¿2014?), Vázquez escribe, dirige y actúa un texto propio, sí, pero acompañado en escena por Teté Espinoza. Es decir, Adrián ahí ya escribe un texto para la escena pensado para más de un actor. En Los que sobran (2016), el dramaturgo Adrián Vázquez hace un tránsito, más que un tránsito, un salto de fe, y escribe para cinco actores sobre la escena y lo hace con sobrada solvencia. Autor como es de unipersonales, hace el tránsito a la polifonía de manera natural en un modelo de teatro narrado. No solo eso, sabe combinar con destreza, desde el texto y como director de escena, las partes narradas con breves pero precisos toques de drama coral, agrupando actores para ejecutar coros en los que la identidad individual se disuelve en el grupo para después materializarse en individualidades con harta fluidez.

El cambio de una a cinco voces no es cosa fácil, y no solo implica abrir un texto a cinco narradores y algunos coros. Adrián escoge bien su estructura, mantiene una clara narrativa en un juego intrincado de prolepsis y analepsis y acomoda con precisión sus últimas escenas para terminar su relato en la misma última línea del texto.

Otro rasgo de las obras de Adrián Vázquez es su capacidad para embobarnos, seamos adultos, jóvenes, niños o uno de esos fetos católicos que se resisten inútilmente al legrado. Yo podría decir que Los que sobran es una obra para jóvenes, por la temática y ciertos códigos culturales de referencia. Seguramente a los jóvenes los toca, pues por delante muestra una bildungsroman enmarcada por el mundo violento que les heredamos. A los diecisiete años o dieciocho intenté leer La Montaña Mágica y me zurró. A los veinticinco leí El guardián entre el centeno y me hice devoto del mamón paranoico de J.D. Salinger. Ahora, a los cuarenta y ocho recién cumpliditos, Los que sobran confirma y acentúa eso que pensé de Adrián Vázquez aquella vez que lo vi, hace once o doce años, enfundado en un pantalón de mezclilla viejo por único vestuario y escenografía, ganándose el bolillo acá en Xalapa con su Bernardette. Parafraseando el clásico del jabón Nórdiko: Los que sobran es para jóvenes pero a los adultos nos encanta.

Para seguir el canon de las viejas críticas de teatro, me meto a opinar sobre lo que no me importa y como si yo supiera más que los ejecutantes: el equipo actoral, en lo colectivo, fue sobresaliente. Los chavos salieron a partirse la madre en escena y mantuvieron la energía a tope, cual marcan los cánones dramáticos impuestos por Vázquez. En lo individual, Pamela Ruz (Edith), a más de ser hermosa y nibelunga, es quien más cómoda se siente sobre las tablas. Diego Martínez Villa interpreta a Alejandro, una especie de Doctor Bruce Banner adolescente que se ha extraviado en una de nuestras escuelas técnicas. Diego es joven y tiene que trabajar en su fonación (lo mismo que Israel Sosa que hace el papel de Emilio), la que no está a la altura de su trabajo físico, pero compensa este detalle con su gracia y complejidad. Lariza Juárez interpreta a Sofía, la hermana de Alejandro, una adolescente fuerte y trágica. Lariza recorre su papel y sus personajes siempre a la altura y recursos, pero se queda algo corta en su monólogo póstumo, que estaba hecho para que se luciera. Israel Sosa, en Emilio, interpreta a un joven atrabancado y lo hace así: atrabancado. Laura García es Camila, la insignificante. Ella es una actriz de complexión menuda y como tal, sabe que tiene que hacer las de dinamo para estar a la altura de los demás, con el tiempo acaso entienda que contener proyecta más que la mera explosión y comience a modular. Todo esto me lo platicó entre obras un viejito que se ve que sabía de teatro y estaba fumando mota en el estacionamiento como si ya fuera legal y de buen gusto. Háganle caso a él, no a mí.

Estrambote

Como en las viejas matinés, vi este martes Los que sobran y Wenses y Lala en programa doble, una después de otra con una hora para estirar las piernas y echarse un cigarrito (yo de tabaco). No pude ver a la gran Teté Espinoza haciendo Lala, fue triste, pero Sofía Sylwin está linda y el público la adoró. Pero no vi a Teté Espinoza. Teté: si estás leyendo esto recuerda que te amo pero que eres demasiada mujer para mí.


Era martes, en temporada navideña, la ciudad vacía y el teatro lleno y entregado. Eso dice mucho de Adrián Vázquez, no sé exactamente qué, pero dice mucho.