sábado, 22 de noviembre de 2008

Diario de un varón caucásico, heterosexual, con horario de nueve a cinco


Hoy, sábado 22 de noviembre del corriente, no estoy de humor. Ayer la sesión de hemodiálisis me dejó de recuerdito una casi mística velada de vómitos y calambres abdominales, y a esto le sumo que en los últimos seis meses he perdido casi veinte quilos de mi antes agraciado y rechoncho físico, así que hoy no estoy de humor y de nada me ayuda leer con calma en la web a una pobre diabla que se llama o hace llamar, muy cacofónica, Sisi Casas. Resulta que esta pobre semialfabetizada hija de Vasconcelos se dignó a criticar la muy criticable puesta de Odio a los putos mexicanos, a criticar al texto y a su penitente autor.

Normalmente soy el primero de mis críticos, y cuando la crítica es justa y viene de un lugar correcto, la apoyo y la cito, pero cuando la crítica parte de la ignorancia y llega al extremo de fabular torpes citas como mías, ahí sí que, definitivamente, no puedo secundarla, sino delatarla. Odio a los putos mexicanos es un texto fallido en un montaje correcto, aunque extraño e irregular. Lo complicado del que debía ser un sencillo aparato escenotécnico, ha dado como resultado algunas funciones lamentables, donde los actores, al estar más apurados por poner la pieza adecuada en el momento adecuado, pierden la concentración y acaban haciendo mal una cosa u otra. Este complicado aparato, aún así, ha permitido algunas funciones memorables y conmovedoras de lo que originalmente fue planteado a la Compañía como un monodrama monólogo a cinco voces femeninas, frontal y centrado en el actor con su palabra, y terminó siendo, en las perversas mentes de Alba Domínguez y Miriam Cházaro, un gran espectáculo a la intolerancia. Sucede a veces que la gente lee cosas extrañas en un texto tan simple, y donde la crítica a la intolerancia es tan sencilla y directa, encuentran, extrañamente, una alabanza a ésta. Creo que lo realmente criticable del montaje, pues, es el texto, porque es un texto fallido. Esquilo en Los Persas era el modelo a seguir. Imaginen ustedes que los obreros belicosos gringos un día deciden lanzarnos su grosero aparato bélico en una invasión sorpresa, y nosotros impedimos a pedradas su desembarco en, digamos, la estratégica playa de Chachalacas y de paso les descalabramos al Obama o a quien venga comandando la tropa invasora. Algo así pasó con los atenienses y sus aliados contra los persas en Salamina, la que dicho sea de paso, es tan fea y sucia como Chachalacas. Solo falta decir para terminar el cuadro que Esquilo fue soldado de a pie en Salamina. De ahí resulta la altura esquiliana que ha tratado, infructuosamente, de moldear mi ética de vida. Si nosotros venciéramos en Chachalacas, en quince días encontraríamos en los discos pirata cientos de versiones en tambora de cómo les partimos la madre y cómo se fueros chille y chille los grigos por donde llegaron. Esquilo, en cambio, hace en los persas una emotiva oda al dolor del derrotado, se hace hermano de los Persas, se pone en sus sandalias y se sienta a llorar con ellos la derrota. Bueno, Odio a los putos mexicanos, como los persas, era un drama sobre “el otro”, pero como nosotros solo hemos vencido a nuestros incómodos vecinos en el Álamo, esa ridícula victoria que extrañamente siguen celebrando y nosotros ni queremos recordar, supongo que por miedo a que vengan ahora sí a emparejarse, y en la más simbólica que real invasión a Columbus, como nosotros no solo nunca vencemos sino que no vamos a saber qué hacer cuando por pura probabilidad nos pase, como soy mexicano, gandalla y agachón, pues, Odio a los putos mexicanos terminó siendo una caricatura de los hilly billies vecinos, una caricatura que pretendía regresarles todo lo que, al caricaturizarnos, nos minimiza. En resumen, no tuve la altura ética de Esquilo y ahí fallé como dramaturgo. Aprovecho el tema para relatar algo que últimamente me llena de un extraño orgullo. Hace unos meses me enteré, por la wikipedia, que un ilustre tatarabuelo mío —y hasta por dos partes—, Ángel Ortiz Monasterio, mexicano cien por ciento pero en esos tiempos al servicio de España, con venticuatro años de edad le partió la madre a los gringos en la Guerra de los diez años. Ahí, comandando a solo diez estúpidos que le creyeron el viejo cuento de “al abordaje, mis valientes”, se lanzó a lo borras sobre el buque Virginius y tomó presos a casi doscientos tripulantes del mismo, entre los que estaban dos generales de división yanquis, el mismo presidente de Cuba y algunos de sus altos mandos. La historia de Ángel está llena de hazañas, como la de ser el primer mexicano que circunnavegó el mundo —bueno, casi cuatrocientos años después de Magallanes, pero cuenta—, algunas atrocidades: les partió el papatzul a los mayas en Bacalar durante la Guerra de las Castas y cuando Madero lo nombra vicepresidente y parece que todo terminará bien, llega la desgracia y la deshonra: Ángel Ortiz Monasterio se deja engañar por las maniobras de Victoriano Huerta en la Decena trágica y lo demás, lo demás es historia, una historia que, acaso por este último detallito, poco menciona a este novelesco mexicano que un día le hizo la goliatada a los arrogantes gringos.

Bueno, volvamos al tema. A descargo de esta cacofónica mujer, no es la única que ha odiado Odio a los putos mexicanos, no es la única que desde sus pobres y cuadrados referentes ha leído lo contrario a lo claramente expuesto por la obra. Algo pasa con nuestro público, antes que teatral, de televisión y novelas rosa, que si no le presentas una visión rasurada y políticamente correcta de la realidad, sabrá Dios qué bárbara y simplona telenovela vea donde tú crees que pusiste al mismísimo San Francisco con su corte de bestias amorosas. Tan no es la única que de este montaje de Odio me llegan siempre señales cruzadas: es el montaje de cualquier obra mía que más ha metido público en funciones únicas, alguna con más de mil espectadores en una sola sentada, y es la que más provoca que la gente se levante indignada y salga mentando madres. La escena del abuelo Marlon ya nos es mítica por las cabecitas que automáticas aparecen por los corredores. Pero en la nota en cuestión encuentro, más que odio a Odio, encono hacia mi enrarecida persona. No conozco a esta desinformada periodista, así que no sé dónde nazca su ira contra este mal fraguador de espejos, pero le he partido la madre a tantas y tantos con los chistes babosos que acostumbro soltar sin mucha premeditación, que supongo que vendrá de alguno de mis cientos de anónimos maldeseadores. Y así puesta la cosa, cómo explicarle a alguien que escribe sobre teatro comercial del más ramplón que Odio… como la mayor parte de mis textos, está escrito contra el teatro y contra el público, contra lo que creemos que es teatro y contra lo que espera la comodidad del espectador. En fin, Odio… es un montaje que sin duda rebasó al texto, tanto en proporciones como en resultados, las directoras me pasaron por encima, hicieron lo que se les antojó y el resultado fue mucho mejor de lo que proponía el simple texto. Para eso escribimos teatro, ¿no?

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Diario de un varón caucásico, heterosexual, con horario de nueve a cinco

Piedra blanca sobre piedra negra. Hoy, 4 de noviembre, el mismo día que los autodenominados norteamericanos eligieron al primer presidente medio negro de su historia, este mismo día nosotros nos enteramos que en el próximo periodo definitivamente no vamos a contar con el primer presidente cien por ciento español en México.

Más allá de las diferencias, ambos países celebramos y rendimos pésame de la misma manera, la más socorrida últimamente: la caída en los principales indicadores bursátiles.

Los chistes de mal gusto, que nunca faltan, ya comenzaron a circular, que el piloto quería ir al aeropuerto y Mouriño a la Torre de Pemex es el que más circula. El mejor fue el de ese señor que se llama a sí mismo Presidente de México, que sus enemigos denominan Espurio y nosotros Felipito. En un apresurado mensaje al país ponderó, entre otras raras virtudes, el ecologismo de su amigo y compañero de fraude electoral. Dígame usted, inexistente lector, qué tiznados tiene de ecologista alguien que hace una pequeña fortuna traficando contratos de transporte de combustible. Eso y el Nóbel de la Paz a Isaac Rabin y Yasser Arafat los guardo en el mismo cajón con etiqueta indescifrable.

Manuel, el jardinero es un tipo muy inteligente. Nunca hace ni madres, el jardín se llama jardín por fuerza de costumbre, pero es una méndiga selva plagadas de bichos por clasificar. Si mi mujer le dice: Manuel, quita esas telarañas, Manuel responde: sí, ya lo había pensado, no porque hubiera pensado en quitar las telarañas, sino porque todo lo que le digas que haga él ya lo había pensado, es un hombre que piensa mucho pero es un perfecto bolsón. Es mi candidato para ocupar el puesto de nuestro fallido presidente peninsular. Si no lo nombra Felipito, este mismo sábado lo voy a declarar, debajo del naranjo, Secretario de Gobernación de esta su humilde morada. Cuando se entere me dirá: ya lo había pensado, y eso cerrará el trato. Entre sus primeras funciones lo voy a poner a lavar la Cherokee, sirve que se baña de paso él, que ya no sé cuál de los dos tiene más gruesa la costra de lodo. Eso voy a hacer mañana, pero hoy no hago nada, porque estoy en postdiálisis y hay trece partidos de básquetbol de la NBA para apostar, trece oportunidades de ganar más que en la bolsa, trece, mi número de la suerte.

PD: La dueña de mis derechos de autor ya me pidió que le cambie el título a mi diario en línea. Eso de Diario de un varón caucásico, herterosexual, con horario de nueve a cinco es para ella una mentira. No porque este gratuito escribano ande adelantando su cumpleaños cuarenta y uno, sino porque ese asunto del horario de nueve a cinco no solo es mentira, sino que una de las realmente malas, cualquiera que se meta cinco minutos al google sabrá que soy un perfecto bolsón y que me la paso en la cama la cinco de siete días de la semana. Pero qué le hacemos, el título me gusta y, como dijeran Edi y Rudy, lo nuestro es la belleza, no la verdad. Ahora sí me voy.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Diario de un varón caucásico, heterosexual, con horario de 9 a 5

Todo este engorroso cuento comenzó porque un amigo querido, de quien no debería decir el nombre pero se llama Raúl Santamaría, tuvo a bien intentar que yo haga mi trabajo, por el que me pagan. En un correo electrónico, el muy iluso me pidió que le armara un glosario “chistoso” basado en ciertas palabras que escogió de Lisístrata, la obra de Aristófanes que la Compañía está llevando a las facultades como parte de un programa educativo del que nadie entiende precisamente eso de educativo. Y digo que el asunto es engorroso por dos motivos, primero porque no soy, contra lo que piensa el noventa y tantos por ciento de mis ágrafos conciudadanos, un labrador de chistes, que en mis obras se ría la gente se debe más a ciertas diferencias que tenemos el público y su servidor de entender la tragedia. Es verdad, se ríen, pero ni escribo chistes, ni siquiera por encargo, cuantimenos si nos de griegos. El humor de los griegos es algo extraño: Aristófanes lo pretendió y sí, se ríen los idiotas, pero hay que ser idiota para reírse, o griego, qué sé yo. Homero es el más chistoso, pero no se lo propuso, Luciano de Samósata es acaso un buen e intencionado humorista, pero apenas era medio griego. El motivo del buen Raúl era sin duda noble: pretendía con este glosario explicar a los universitarios, más que las palabras que ellos no entienden, las que el propio Raúl tuvo que buscar en más de un diccionario, así que incluyó hasta una serie de nombres propios de personaje que si se tradujeran literalmente significarían algo como “Caca de perro”, “La del chango podrido”, “El que meó a la yegua”, y cosas así, los griegos eran realmente curiositos a la hora de nombrar a sus hijos, y si ponía yo estos nombres en el glosario me acusarían, no sin razón, de grosero y pendejo, y en un descuido me retiran los servicios de hemodiálisis que tan gentilmente me paga la Veracruzana. Pero ahí está el pero, no podía negarme, con todo y dignidad trágica, no podía negarme. así que me puse a redactar el jodido glosario y apenas pude lanzar dos chistes, ambos malos, entre todas las cartonudas definiciones que les resumí. Y la culpa es de Boris. Boris tiene la idea de que no trabajo lo suficiente para lo que me pagan, así que a cada rato anda por ahí inventando maneras e ponerme a desquitar mis sangrías vespertinas. Un día, Boris tuvo la genial idea de negociar con el periódico local, joya de la mediocridad, que cada que la Compañía presente función, de lo que sea, nos van a publicar una nota periodística y, obviamente, quien las redacta es este humilde escribano. Cuando tenemos dos obras en temporada tengo que soplarme seis notas semanales de por lo menos una cuartilla, lo malo es que cuando una obra lleva más de dos meses en cartelera ya no sé de qué diablos escribir, ya hablé de la historia, del autor, ya hablé de todos los personajes y dije que todos los actores de la titular son la reencarnación de Sarah Bernhart pero en femenino y con dos piernas, ya hasta platiqué toda la trama y encontré dieciséis maneras de mentirle al público para que vaya a ver una obra que yo no veo porque eso sí no está en mi contrato, en fin, ya no sé de qué escribir, y es cuando le hablo a la gentil Marichucha y le doy la instrucción mágica, una instrucción qué es más un ruego de mi parte: Marichucha de mi amor: recicla que el mundo se está acabando y yo también. Y ella agarra una nota vieja y la manda como nueva después de darle una planchadita. Bueno, esa fue una de las ideas de Boris, pero tiene muchas, si hasta eso es muy ingenioso para buscarme ocupaciones, lo que pasa es que a Boris no le puedo decir que no, simplemente nunca le he podido decir que no, y no lo he intentado, y ahora que es mi jefazo, menos. Otra de sus grandes ideas fue la de ponerme a trabajar con los actores en unos monólogos, de los que solo voy a decir ahora que me saquearon mi biblioteca de las religiones, se la partieron como chivo en birriería y de paso me esfumaron mi ejemplar del Gilgamesh, que aunque más baratón fue el que más me dolió. En qué acabó el asunto del glosario de Santamaría, no lo sé, no me importa y no redacto chistes.

jueves, 14 de agosto de 2008

En la orilla de la realidad

Cartas a un joven negado para la dramaturgia (I)

El teatro no es la realidad. Cómo explicarte, querido imbécil, que tus torpes intentos por acomodar la realidad dentro de la estrecha botella del drama no hacen más que reflejar tu imposibilidad para escribir una obra que, como me has dicho en otras cartas, te otorgue por fin el lugar que mereces en el universo dramático. Por tu bien, ojalá nunca llegues a ese lugar que tan ingenuamente ansías.

El teatro no es la realidad, y por lo tanto, el personaje no es un individuo, y los haceres del personaje no son los hechos de los hombres. Sí, es tesis naturalista identificar al personaje con el individuo en pos de los afanes cientificistas de la misma. El día que por fin entiendas que el personaje es una metáfora, que está para decirnos cosas más generales del ser humano que para representar a mi tía Julia o al carnicero de Novo —perdón por la referencia, sé que te sigue ofendiendo—, tal vez comiences a escribir algo que no despache un servidor en la tercera página.

Desde aquel primer dislate que me entregaste en la Feria del libro me preguntaba por qué quieres ser famoso. No porque me pareciera algo extraño, pues es un rasgo casi indispensable para todos los dramaturgos mediocres que conozco, que no son pocos. Me pareció extraño que alguien que comienza a escribir, y escribir teatro, se preocupara por algo tan superficial. Alguien en el lugar correcto por motivos tan poco sustanciales.

No voy a abogar ahora por el teatro en general, que implica muchos más discursos y no siempre el dramático. Voy a abogar por el drama, por la capacidad de revelarnos cosas de nosotros mismos. Dicen que desprecio a los directores, dicen que desprecio la escena. Tal vez sea verdad, porque para mí, el verdadero momento que vale la pena es el de la escritura, ese momento en el que en lo individual asisto a una revelación, no el proceso colectivo donde el público se siente obligado a descorrer un velo que tal vez no muestre nada. Si el modelo de construcción del texto dramático sobrevivió casi intacto durante dos mil quinientos años (a pesar de Aristóteles), es por su capacidad de revelar las contradicciones de la realidad, por su capacidad de decirnos algo, y decírnoslo de tal manera que siempre nos dice más de lo que suponemos al escribir o al releer. Si bien no estoy de acuerdo con mi querido amigo Rafael Spregelburd que defiende a capa y espada que el teatro no dice nada, tal vez coincidamos cuando afirmo que el drama dice mucho más de lo que nos proponemos, y lo dice a su manera. Termino esto diciendo algo que tal vez no me entenderás, pero no me importa: el drama es bello, y además, me ayuda a ser mejor.

Escribir un texto dramático es hacerse una pregunta (yo digo que por lo menos dos, pero ese es otro asunto), una pregunta que no pueden responderte ni la ciencia ni la religión, una pregunta que de hecho no tiene respuesta, pero en el camino de querer exprimírsela al drama, aparecen otras preguntas que tal vez nunca hubiéramos imaginado. El lector de la obra (llámese espectador en el montaje), asiste a la pregunta, nos acompaña. Las preguntas del drama nacen desde nuestra individualidad no para ser respondidas, sino para hacerse colectivas. Espero que con esto por fin entiendas que lo que está en juego al escribir una obra no es la realidad, es nuestra individualidad, porque a diferencia del conjunto, es finita, extremadamente limitada. Mediante nuestras preguntas dejamos un registro de nuestra individualidad para cuando no estemos. Nosotros caducamos como cualquier vendedor de lavadoras de burbujitas, nosotros caducamos pero tenemos la aspiración de que nuestras preguntas permanezcan para los que vienen. Creo que la aspiración del ser humano a ser más que una célula aislada a punto de estallar tiene más valor que intentar ser tan famoso como Lucerito (cantadora mexicana que se hizo famosa por echarse un pedo en horario estelar). Te conmino de corazón a que revises qué preguntas te haces en esta obra, qué valor tienen para los demás. Hay dramaturgos que se convierten en buenos artesanos del objeto poético: construyen bien sus situaciones, usan un lenguaje ingenioso, pero no se preguntan nada que realmente sea importante, y terminan escribiendo un conjunto de divertimentos desechables que lo único que dicen de su individualidad, es que qué bueno que es finita, que caduca.

Aristóteles no quería mucho al personaje, te entiendo, pero como Aristóteles sigue sin convencerme de haber entendido en lo mínimo el sentido del drama, me da gusto que sigas documentando tu estrechez en el estagirita o en esas reelaboraciones formulísticas que han hecho de él como la teoría de géneros. Han querido tacharme de provocador e infante terrible solo porque digo que Aristóteles menciona más en su obra a las vacas que al teatro (lo que es verdad) y los veterinarios no lo tienen en un altar como sí los teatreros (lo que también es verdad). Bueno, me han acusado de provocador e infante terrible por otras cosas también, pero de ellas hablaremos si alguna vez te interesa que le entremos al lenguaje en el drama. El asunto es que la misma separación que hace de la acción dramática y el personaje este señor lleva a un equívoco sobre la construcción dramática. Joven y optimista amigo, te voy a decir algo que de tan evidente me da vergüenza tener que repetirlo con tanta frecuencia: el personaje es lo que hace. Tú puedes dedicarle una página completa en el dramatis personae a describir cómo es o debe ser tu personaje, y termina resultando un rasgo, ya antes anacrónico, ahora ocioso, al no cumplirse en el drama. Los haceres del personaje determinan quién es, qué me dice de la realidad. Comienza a ver en el personaje una idea, o un choque de ideas, y el personaje tal vez comience a conversar contigo.
Recuerda que un hacer muy importante del personaje es lo que dice, cómo lo dice, dónde lo dice. Todo lo que dice el personaje, cuantimás en el teatro dialogado, constituye un importante hacer, nos dice quién es. En los talleres sé que se acostumbra criticar, muy pendejamente, que tal o cual personaje no haría tal o cual cosa según se indica en el texto, por lo que es un error construirlo así. Decir: “El personaje no haría tal o cuál cosa” ya implica un error. El personaje es lo que es porque hizo tal o cual cosa, no por lo que pensaras antes de él. Puede ser que no me guste lo que está haciendo, puede ser que empobrezca la imagen que tengo de él, o que me debilite el drama, pero “es” por lo que está “haciendo”. Pareciera que el personaje es un ente prefijado sobre el que solo relatamos en el drama, que el personaje existe antes del drama. Ni siquiera si mi personaje se llama Benito Juárez (un héroe liberal oaxaqueño de aproximadamente 1.40) el drama me obliga a repetir lo que dice la historia sobre él. Todo lo que puedo decir del personaje lo diré hasta que termine la obra. Puedo, en tal caso, referirme a un momento del personaje (recuerda que el personaje es una idea, pero una idea expresada en vector), pero la idea completa personaje la tendré después terminado el texto (estamos hablando del texto, no de la representación). El drama inclusive recurre a distorsiones evidentes sobre los referentes que tenemos de la realidad para obligarnos a verla de otra manera, para acompañarnos en la revelación, que no revelarnos.

Te voy a decir algo más para terminar con esta carta: no construimos personajes. Al escribir una obra dramática no construimos personajes como algo entero e inamovible. Lo que construimos en el drama, lo que además le da estructura a un drama en términos convencionales, es una suma de pedacitos de personaje. Lo que construimos es una serie de características de un personaje (yo les digo, muy semántico, personemas), que según como aparecen van dando forma y cuerpo a todo el discurso dramático. Los que más me interesan, porque son los que generan sentidos, los que me intentan develar los problemas de la realidad, porque estructuran el discurso, son los personemas que aparecen en contraposición con otros. Ideas que aparecen con una idea contraria. Pero después seguimos hablando de esto, voy a limpiarle las orejas a Lola.

miércoles, 13 de agosto de 2008

De qué se ríen
Luis Enrique Gutiérrez O.M.

Si usted es de los pocos, poquísimos mexicanos que han ido al teatro alguna vez en su vida, especialmente a una obra de esas que llamamos, —por no encontrar un nombre más o menos apropiado— de teatro independiente, habrá notado que a pesar de que las funciones se dan con la sala casi vacía, al terminar ésta, los actores y el director salen a recibir los aplausos con una gran sonrisa en la boca, y a salvo de creerlos mejores actores para las caravanas de lo que demostraron durante la obra, seguramente se preguntará: “de qué se ríen esos cabrones”. Y después de analizar las dos horas que perdió, le dará la razón a la gran mayoría de los mexicanos que nunca en su vida ha ido al teatro. Quién quiere ir a ver la obra de un dramaturgo al que le regalan premios nacionales sus maestros y solo reconoce el alfabeto por dibujitos. Quién quiere ver actores que actúan peor que en película pornográfica y ni siquiera enseñan chichi. Obras de directores perdidos en un laberinto estético o encumbrados por un crítico condescendiente y chicanero. Puestas en escena con escenografías de quince años de rancho. Le dará la razón a todos esos que no van y se volverá a preguntar, de qué se ríen, por qué hacer teatro si el público no lo ve y por qué demonios querría verlo el público. Bueno, alguien demasiado vival o despistado le responderá que el teatro se hace por vocación. Pero en la realidad el teatro en México se hace porque es un negocio, aunque le suene raro y le resuene más raro en la soledad del foro, el teatro independiente en México es un negocio en el que dos felones, el director/productor y el escenógrafo, le sacan dinero a las instituciones para producir una obra, se trincan a los actores y dramaturgos con el famoso taquillazo — cosa que en general ellos agradecen porque ni su mamá pagaría por verlos o leerlos—, y si el público quiere ir a ver su obra, bueno, ese es asunto de Dios o del clima. Para la siguiente obra, nuestro dúo dinámico repite el proceso, vuelve a las instituciones, explica que la gente no se paró en la anterior puesta por tres motivos: porque llovió mucho, porque dios no quiso y porque hacen un teatro muy especial, de tan especial que es un teatro para pocos. Lo que no le explican al burócrata mientras les firma el cheque, es que si hacen teatro para pocos no deberían hacerlo con el dinero de todos, que el dios de los cristianos nunca fue muy amigo del teatro, según consta en las escrituras, y que en el teatro mexicano, hace mucho, pero mucho, que no llueve.
Quiero creer, siendo optimista, que hay gente de teatro que realmente se cree las alabanzas que le escupen amablemente sus cófrades y parientes en los estrenos, que en realidad supone justas las opiniones publicadas en los diarios por una respetable crítica amiga de su tía abuela, quiero creer que en el teatro además de felones hay buenos hombres ingenuos, que siguen persignándose con horror cada que alguien menciona la taquilla, por temor a manchar con un signo de dólares su arte, como si por la taquilla, por la que casi nunca pasa el dinero, no pasara siempre el público. Porque más allá de los apapachos condescendientes que el gremio se prodiga de frente en cada estreno, la verdad del teatro, sin importar cuál sea, está incompleta sin la verdad del público, y el público solo tiene un lugar para decir su verdad y es en la taquilla.
El día que nuestra burocracia cultural saque la cuenta de lo que nos cada persona que ve una obra financiada por el estado, el día que nos dé a conocer esa cifra, podremos saber, sin lugar a dudas, de qué demonios, cuando salen a recibir los aplausos, se ríen esos señores. Yo se lo adelanto: se están riendo de nosotros.