viernes, 15 de mayo de 2020

Teatro. La maldita palabra


Teatro, la maldita palabra
Luis Enrique Gutiérrez O.M.

Fernando de Ita y Rodolfo Obregón, y hasta sin quererlo, quedaron en medio de la gran trifulca que azota a nuestros creadores: qué es teatro y qué es hacerlo en estas u otras condiciones. Nada gratuita la bronca, y tan terrible que hasta su meme ya les dedicaron las redes sociales.
Fernando de Ita y Rodolfo Obregón pueden discutir lo que quieran sobre teatro. Y hasta puede ser importante. A fin de cuentas, no creo que haya en este país otros dos que sepan tanto de teatro, y que tanto y tan bien lo hayan visto y pensado. Pero ninguno de ellos tiene que hacer teatro en las condiciones en las que estamos intentando hacerlo en estos momentos. Qué le dicen de Ita y Obregón en su discusión a los actores a los que les tumbaron sus proyectos de teatro escolar. Nada. Cuando llegue el casero a cobrarle la renta renta al actor no va a servir de nada explicarle: “Es que de Ita dice que teatro no es…”. A los veinte minutos llegan tres changos y te avientan sin cubrebocas a la calle con todo y chivas. De hecho, cualquiera de las dos posturas es peligrosa para el teatro: si le crees a de Ita ya te jodiste si quieres, como querías hasta hace dos meses, vivir del teatro. No vuelves a ver una monja verde hasta que termine esto, si es que alguna vez termina. Si le crees al buen Rodolfo, peor tantito, cruzas la puerta del infierno de Dante y pierdes toda esperanza, porque si no se necesitan las condiciones materiales que requiere la presencia activa del público en lo que hacemos, ahora sí nunca volvemos a sacarle un peso ni al público, ni a los patrocinadores ni a las instituciones que nos pagan, pero nunca, ni aunque saliéramos mañana mismo de este curioso medioevo. Como si necesitaran más pretextos esos que se la pasan queriendo convertir los teatros en estacionamientos o torres de oficinas.
De todo lo que necesitamos para hacer teatro, en el sentido puro y duro, lo único que no tenemos ahora es la presencia del público. Invito a todos los teatreros a que le expliquen al lego que no es apenas algo más que una cursilería esta necesidad que tenemos de actuar frente a un grupo y sentirlo replicar como una marea a lo que espetamos sobre la escena. Que no es poca cosa, no lo es. Yo llevo dos meses queriéndole llevar una carta de amor a una adolescente hondureña del Gladys (el mejor putero de migrantes acá en Coatepec), y no puedo. Y ya no voy a poder: el Gladys está cerrado, creo que deportaron a la pollita y yo ya ni creo en el amor. Así es la vida.
De todo lo que necesitamos, entonces, para hacer “esto que hacemos”, lo único que nos hace falta al día de hoy es la presencia activa del público. En el fondo de este terror está esa idea que ronda la cabeza de todos los teatreros sin animarse a pronunciar en voz alta, y que más o menos dicta que después de la aparición del cinematógrafo, el teatro se convirtió en una representación de segunda, y que solo la justificaría la presencia activa del público frente a los actores. Es decir, lo que soporta este terror no es otra cosa que la baja autoestima que permea nuestro medio. Porque durante el siglo veinte y hasta ahora, el teatro siguió siendo a su modo teatro (a veces, demasiado a su modo), y los actores y escritores seguimos adaptando nuestro hacer a las circunstancias. Incluso hasta salimos ganando, y por prueba pongo que ya hasta tenemos permiso para ser enterrados en los cementerios. Pero seguimos asustados. Se nos olvida que todo lo que ahora llamamos “medios audiovisuales”, más allá de haber conseguido sus credenciales propias, en el fondo es más o menos “teatro”.
No tenemos la presencia activa del público, pero sí tenemos capacidades desarrolladas para contar historias y representarlas. Tenemos además el arma supermegapoderosa y recabrona de la convención. Si encontramos la manera, entonces, y cada quién a su modo, de seguir representando lo que pensamos de este mundo matraca y su belleza, y conseguimos que alguien nos pague por ello (lo que ahora definen con el curioso nombre de “monetizar”), tal vez estemos a un paso de seguir comiendo de esto. Que si se llama Chona o se llama Juana, no creo que sea lo importante.
Lo que sí, si queremos que tal vez, algún día, podamos hacer lo que nos gusta frente a un público y en cualquiera de sus formas, ni mencionemos la palabra “teatro” hasta que no hayamos roto el conjuro escuchando de nuevo el aplauso desde la gradería. Que la palabra “teatro”, pues, quede desde ahora maldita y maldito aquel que la mencione sin motivo.
Ai les dejo eso y paso a retirarme.
PD: Vendo, permuto o regalo dos perros casi finos y un gato culero de media cola. Interesados por inbox.