jueves, 14 de agosto de 2008

En la orilla de la realidad

Cartas a un joven negado para la dramaturgia (I)

El teatro no es la realidad. Cómo explicarte, querido imbécil, que tus torpes intentos por acomodar la realidad dentro de la estrecha botella del drama no hacen más que reflejar tu imposibilidad para escribir una obra que, como me has dicho en otras cartas, te otorgue por fin el lugar que mereces en el universo dramático. Por tu bien, ojalá nunca llegues a ese lugar que tan ingenuamente ansías.

El teatro no es la realidad, y por lo tanto, el personaje no es un individuo, y los haceres del personaje no son los hechos de los hombres. Sí, es tesis naturalista identificar al personaje con el individuo en pos de los afanes cientificistas de la misma. El día que por fin entiendas que el personaje es una metáfora, que está para decirnos cosas más generales del ser humano que para representar a mi tía Julia o al carnicero de Novo —perdón por la referencia, sé que te sigue ofendiendo—, tal vez comiences a escribir algo que no despache un servidor en la tercera página.

Desde aquel primer dislate que me entregaste en la Feria del libro me preguntaba por qué quieres ser famoso. No porque me pareciera algo extraño, pues es un rasgo casi indispensable para todos los dramaturgos mediocres que conozco, que no son pocos. Me pareció extraño que alguien que comienza a escribir, y escribir teatro, se preocupara por algo tan superficial. Alguien en el lugar correcto por motivos tan poco sustanciales.

No voy a abogar ahora por el teatro en general, que implica muchos más discursos y no siempre el dramático. Voy a abogar por el drama, por la capacidad de revelarnos cosas de nosotros mismos. Dicen que desprecio a los directores, dicen que desprecio la escena. Tal vez sea verdad, porque para mí, el verdadero momento que vale la pena es el de la escritura, ese momento en el que en lo individual asisto a una revelación, no el proceso colectivo donde el público se siente obligado a descorrer un velo que tal vez no muestre nada. Si el modelo de construcción del texto dramático sobrevivió casi intacto durante dos mil quinientos años (a pesar de Aristóteles), es por su capacidad de revelar las contradicciones de la realidad, por su capacidad de decirnos algo, y decírnoslo de tal manera que siempre nos dice más de lo que suponemos al escribir o al releer. Si bien no estoy de acuerdo con mi querido amigo Rafael Spregelburd que defiende a capa y espada que el teatro no dice nada, tal vez coincidamos cuando afirmo que el drama dice mucho más de lo que nos proponemos, y lo dice a su manera. Termino esto diciendo algo que tal vez no me entenderás, pero no me importa: el drama es bello, y además, me ayuda a ser mejor.

Escribir un texto dramático es hacerse una pregunta (yo digo que por lo menos dos, pero ese es otro asunto), una pregunta que no pueden responderte ni la ciencia ni la religión, una pregunta que de hecho no tiene respuesta, pero en el camino de querer exprimírsela al drama, aparecen otras preguntas que tal vez nunca hubiéramos imaginado. El lector de la obra (llámese espectador en el montaje), asiste a la pregunta, nos acompaña. Las preguntas del drama nacen desde nuestra individualidad no para ser respondidas, sino para hacerse colectivas. Espero que con esto por fin entiendas que lo que está en juego al escribir una obra no es la realidad, es nuestra individualidad, porque a diferencia del conjunto, es finita, extremadamente limitada. Mediante nuestras preguntas dejamos un registro de nuestra individualidad para cuando no estemos. Nosotros caducamos como cualquier vendedor de lavadoras de burbujitas, nosotros caducamos pero tenemos la aspiración de que nuestras preguntas permanezcan para los que vienen. Creo que la aspiración del ser humano a ser más que una célula aislada a punto de estallar tiene más valor que intentar ser tan famoso como Lucerito (cantadora mexicana que se hizo famosa por echarse un pedo en horario estelar). Te conmino de corazón a que revises qué preguntas te haces en esta obra, qué valor tienen para los demás. Hay dramaturgos que se convierten en buenos artesanos del objeto poético: construyen bien sus situaciones, usan un lenguaje ingenioso, pero no se preguntan nada que realmente sea importante, y terminan escribiendo un conjunto de divertimentos desechables que lo único que dicen de su individualidad, es que qué bueno que es finita, que caduca.

Aristóteles no quería mucho al personaje, te entiendo, pero como Aristóteles sigue sin convencerme de haber entendido en lo mínimo el sentido del drama, me da gusto que sigas documentando tu estrechez en el estagirita o en esas reelaboraciones formulísticas que han hecho de él como la teoría de géneros. Han querido tacharme de provocador e infante terrible solo porque digo que Aristóteles menciona más en su obra a las vacas que al teatro (lo que es verdad) y los veterinarios no lo tienen en un altar como sí los teatreros (lo que también es verdad). Bueno, me han acusado de provocador e infante terrible por otras cosas también, pero de ellas hablaremos si alguna vez te interesa que le entremos al lenguaje en el drama. El asunto es que la misma separación que hace de la acción dramática y el personaje este señor lleva a un equívoco sobre la construcción dramática. Joven y optimista amigo, te voy a decir algo que de tan evidente me da vergüenza tener que repetirlo con tanta frecuencia: el personaje es lo que hace. Tú puedes dedicarle una página completa en el dramatis personae a describir cómo es o debe ser tu personaje, y termina resultando un rasgo, ya antes anacrónico, ahora ocioso, al no cumplirse en el drama. Los haceres del personaje determinan quién es, qué me dice de la realidad. Comienza a ver en el personaje una idea, o un choque de ideas, y el personaje tal vez comience a conversar contigo.
Recuerda que un hacer muy importante del personaje es lo que dice, cómo lo dice, dónde lo dice. Todo lo que dice el personaje, cuantimás en el teatro dialogado, constituye un importante hacer, nos dice quién es. En los talleres sé que se acostumbra criticar, muy pendejamente, que tal o cual personaje no haría tal o cual cosa según se indica en el texto, por lo que es un error construirlo así. Decir: “El personaje no haría tal o cuál cosa” ya implica un error. El personaje es lo que es porque hizo tal o cual cosa, no por lo que pensaras antes de él. Puede ser que no me guste lo que está haciendo, puede ser que empobrezca la imagen que tengo de él, o que me debilite el drama, pero “es” por lo que está “haciendo”. Pareciera que el personaje es un ente prefijado sobre el que solo relatamos en el drama, que el personaje existe antes del drama. Ni siquiera si mi personaje se llama Benito Juárez (un héroe liberal oaxaqueño de aproximadamente 1.40) el drama me obliga a repetir lo que dice la historia sobre él. Todo lo que puedo decir del personaje lo diré hasta que termine la obra. Puedo, en tal caso, referirme a un momento del personaje (recuerda que el personaje es una idea, pero una idea expresada en vector), pero la idea completa personaje la tendré después terminado el texto (estamos hablando del texto, no de la representación). El drama inclusive recurre a distorsiones evidentes sobre los referentes que tenemos de la realidad para obligarnos a verla de otra manera, para acompañarnos en la revelación, que no revelarnos.

Te voy a decir algo más para terminar con esta carta: no construimos personajes. Al escribir una obra dramática no construimos personajes como algo entero e inamovible. Lo que construimos en el drama, lo que además le da estructura a un drama en términos convencionales, es una suma de pedacitos de personaje. Lo que construimos es una serie de características de un personaje (yo les digo, muy semántico, personemas), que según como aparecen van dando forma y cuerpo a todo el discurso dramático. Los que más me interesan, porque son los que generan sentidos, los que me intentan develar los problemas de la realidad, porque estructuran el discurso, son los personemas que aparecen en contraposición con otros. Ideas que aparecen con una idea contraria. Pero después seguimos hablando de esto, voy a limpiarle las orejas a Lola.

miércoles, 13 de agosto de 2008

De qué se ríen
Luis Enrique Gutiérrez O.M.

Si usted es de los pocos, poquísimos mexicanos que han ido al teatro alguna vez en su vida, especialmente a una obra de esas que llamamos, —por no encontrar un nombre más o menos apropiado— de teatro independiente, habrá notado que a pesar de que las funciones se dan con la sala casi vacía, al terminar ésta, los actores y el director salen a recibir los aplausos con una gran sonrisa en la boca, y a salvo de creerlos mejores actores para las caravanas de lo que demostraron durante la obra, seguramente se preguntará: “de qué se ríen esos cabrones”. Y después de analizar las dos horas que perdió, le dará la razón a la gran mayoría de los mexicanos que nunca en su vida ha ido al teatro. Quién quiere ir a ver la obra de un dramaturgo al que le regalan premios nacionales sus maestros y solo reconoce el alfabeto por dibujitos. Quién quiere ver actores que actúan peor que en película pornográfica y ni siquiera enseñan chichi. Obras de directores perdidos en un laberinto estético o encumbrados por un crítico condescendiente y chicanero. Puestas en escena con escenografías de quince años de rancho. Le dará la razón a todos esos que no van y se volverá a preguntar, de qué se ríen, por qué hacer teatro si el público no lo ve y por qué demonios querría verlo el público. Bueno, alguien demasiado vival o despistado le responderá que el teatro se hace por vocación. Pero en la realidad el teatro en México se hace porque es un negocio, aunque le suene raro y le resuene más raro en la soledad del foro, el teatro independiente en México es un negocio en el que dos felones, el director/productor y el escenógrafo, le sacan dinero a las instituciones para producir una obra, se trincan a los actores y dramaturgos con el famoso taquillazo — cosa que en general ellos agradecen porque ni su mamá pagaría por verlos o leerlos—, y si el público quiere ir a ver su obra, bueno, ese es asunto de Dios o del clima. Para la siguiente obra, nuestro dúo dinámico repite el proceso, vuelve a las instituciones, explica que la gente no se paró en la anterior puesta por tres motivos: porque llovió mucho, porque dios no quiso y porque hacen un teatro muy especial, de tan especial que es un teatro para pocos. Lo que no le explican al burócrata mientras les firma el cheque, es que si hacen teatro para pocos no deberían hacerlo con el dinero de todos, que el dios de los cristianos nunca fue muy amigo del teatro, según consta en las escrituras, y que en el teatro mexicano, hace mucho, pero mucho, que no llueve.
Quiero creer, siendo optimista, que hay gente de teatro que realmente se cree las alabanzas que le escupen amablemente sus cófrades y parientes en los estrenos, que en realidad supone justas las opiniones publicadas en los diarios por una respetable crítica amiga de su tía abuela, quiero creer que en el teatro además de felones hay buenos hombres ingenuos, que siguen persignándose con horror cada que alguien menciona la taquilla, por temor a manchar con un signo de dólares su arte, como si por la taquilla, por la que casi nunca pasa el dinero, no pasara siempre el público. Porque más allá de los apapachos condescendientes que el gremio se prodiga de frente en cada estreno, la verdad del teatro, sin importar cuál sea, está incompleta sin la verdad del público, y el público solo tiene un lugar para decir su verdad y es en la taquilla.
El día que nuestra burocracia cultural saque la cuenta de lo que nos cada persona que ve una obra financiada por el estado, el día que nos dé a conocer esa cifra, podremos saber, sin lugar a dudas, de qué demonios, cuando salen a recibir los aplausos, se ríen esos señores. Yo se lo adelanto: se están riendo de nosotros.