martes, 16 de mayo de 2017

Teatro para bebés, otra vez

Por andarme peleando con la muerte se me acumularon los vivos. Algunos más vivos que otros. Sin respetar orden cronológico vuelvo pues a la trajinera, a ver cómo ando de afinado.

El que algunos llaman “teatro para bebés” sigue dando de qué hablar. Del lado de los detractores, subyace la muy incómoda idea de no poder decir lo que piensas al ver a personas que considerabas dignas de afrontar discursos más elaborados, gente con la que compartiste caminos, verla haciendo muecas babosas para llamar la atención de bebés ajenos. Del lado de los defensores, se sostiene la idea que un niño de menos de siete meses (a eso llamamos bebé), cuenta con ciertos requisitos para considerarlo un espectador válido para el convivio teatral.

Y mi querido Enrique Olmos, que nunca deja de sorprenderme, y hasta a veces pienso que hace las cosas para sacarme corajes, ahora lanza un espectáculo de teatro para bebés, y defiende el concepto en las redes con la misma ferocidad que usó para destronar al bueno de Luis de Tavira. Vamos de nuevo con el teatro para bebés, pues.

Siempre comienzo mis cursos explicando que llamamos teatro a un amplio rango de hechos que se dan sobre la escena y a otros que ni escenario necesitan, de la misma manera que lo mismo llamamos medio de transporte a una patineta que a un transbordador espacial. Si a esto sumamos esos curiosos actos que por compartir ciertas semejanzas con lo que entendemos como teatro llamamos “teatralidades” los bordes de una definición conceptual de lo que es teatro se tornan difusos.

Si comienzo con esto mis cursos es porque me importa mucho más definir con el alumno qué teatro quiere hacer y explorar, me interesa más que definir qué es o qué no es teatro.

Yo creo que Enrique Olmos y estos otros teatreros que andan estimulando neonatos tienen todo el derecho de llamar teatro a lo que hacen. Si ellos y los papás de los niños que pagan el boleto y cargan el bulto coinciden en que eso es teatro y que es posible hablar de teatro cuando se dirige uno a bebés, teatro será. De la misma manera, yo tengo el derecho a decir que eso no es teatro y ahí van mis argumentos.

El primero, que ya en otra nota lancé y no me han respondido más que con berrinches: en mi idea de lo que es teatro subyace la necesidad absoluta de entablar un diálogo con una comunidad y conmoverla más allá de lo inmediato como colectivo, algo imposible de hacer con un grupo de bebés de tres meses de edad.

Y si alguien me puede responder esta pregunta, de una vez le encargo esta otra que no tiene que ver con el teatro: ¿por qué le llaman “teatro para bebés” y dejan el rango entre los cero y los tres años, cuando un bebé por definición no pasa de los meses de edad (alrededor de seis)?

Bebés aparte, quien me importa ahora es el del hacedor escénico, que haciendo teatro para bebés tiene que llevar su capacidad discursiva al más básico preverbal para intentar desesperado establecer una comunicación con su público, y en el camino arrastra el concepto del teatro a lugares que ni el mismo Chabelo llegó a concebir.

Conozco muchos teatreros que, como todos, se despiertan cada día a corretear el bolillo. Como teatreros nos gusta decir que la vida en el oficio es dura, aunque sabemos que no es más dura que la de un taxista o un contador, pero sí es dura. Conozco a varios, que por las mañanas trabajan organizando festivales de primavera y cosas así en la primera primaria o jardín de niños que los contrate. El bolillo es el bolillo y es duro y hay que corretearlo. Muchos de estos organizadores matutinos de festivales, por la tarde hacen teatro, y a veces de ese teatro que llamamos “del bueno”. Estos mismos señores, pues, jamás llamarían teatro a su trabajo por las mañanas (a menos que con cierta dignidad puedan creer que lo es). Pero en cierto sentido, muy amplio del término, lo que hacen por las mañanas es siempre teatro, tanto y más que lo que ustedes llaman “teatro para bebés”. Solo para no perdernos, no estoy haciendo diferencia de calidades técnicas, estoy hablando de conceptos. El “teatro para bebés”, sin importar si tiene calidad o no, que eso no afecta al concepto, está más lejos de lo que puedo entender como teatro que los festivales de primavera de un jardín para infantes. Si una maestra de preescolar, de esas que abundan en el tínder, me dice en la primera cita que ella también hace teatro, mi primer impulso es embarrarle el plato de ravioles en la jeta. Después pienso que no he cogido en meses y sonrío condescendiente, pero ya dije cuál es mi primer impulso.


Lo que quiero decir con esto es que si ustedes quieren llamar a lo que hacen con los bebés “teatro”, por mí pueden reinventarse los diccionarios y hablarse en nuevos esperantos, pero cuando lo dicen, no puedo evitar sentirme ofendido, porque he dedicado buena parte de mi vida adulta a preguntarme qué es el teatro, y entre pregunta y pregunta me he ido haciendo una altísima idea de lo que implica hacer teatro, de lo importante que es para una comunidad y por lo que vale la pena intentarlo sobre cualquier otra cosa. Yo entiendo que quieran llevar de comer a sus casas, pero no ofendan al teatro ni a la inteligencia. Y si eso que hacen es para ustedes teatro, no es el teatro que yo hago, y no solo eso, me parece más ridículo que un festival de primavera en primaria pública y más propio para que lo ejecuten maestras de preescolar que teatreros, pues al fin, ellas hacen una cosa y nosotros otra.