Teatro, la maldita
palabra
Luis Enrique Gutiérrez
O.M.
Fernando de Ita y Rodolfo
Obregón, y hasta sin quererlo, quedaron en medio de la gran trifulca que azota
a nuestros creadores: qué es teatro y qué es hacerlo en estas u otras
condiciones. Nada gratuita la bronca, y tan terrible que hasta su meme ya les
dedicaron las redes sociales.
Fernando de Ita y Rodolfo Obregón
pueden discutir lo que quieran sobre teatro. Y hasta puede ser importante. A
fin de cuentas, no creo que haya en este país otros dos que sepan tanto de
teatro, y que tanto y tan bien lo hayan visto y pensado. Pero ninguno de ellos
tiene que hacer teatro en las condiciones en las que estamos intentando hacerlo
en estos momentos. Qué le dicen de Ita y Obregón en su discusión a los actores
a los que les tumbaron sus proyectos de teatro escolar. Nada. Cuando llegue el
casero a cobrarle la renta renta al actor no va a servir de nada explicarle: “Es
que de Ita dice que teatro no es…”. A los veinte minutos llegan tres changos y
te avientan sin cubrebocas a la calle con todo y chivas. De hecho, cualquiera
de las dos posturas es peligrosa para el teatro: si le crees a de Ita ya te
jodiste si quieres, como querías hasta hace dos meses, vivir del teatro. No
vuelves a ver una monja verde hasta que termine esto, si es que alguna vez
termina. Si le crees al buen Rodolfo, peor tantito, cruzas la puerta del
infierno de Dante y pierdes toda esperanza, porque si no se necesitan las
condiciones materiales que requiere la presencia activa del público en lo que
hacemos, ahora sí nunca volvemos a sacarle un peso ni al público, ni a los
patrocinadores ni a las instituciones que nos pagan, pero nunca, ni aunque
saliéramos mañana mismo de este curioso medioevo. Como si necesitaran más
pretextos esos que se la pasan queriendo convertir los teatros en
estacionamientos o torres de oficinas.
De todo lo que necesitamos para
hacer teatro, en el sentido puro y duro, lo único que no tenemos ahora es la
presencia del público. Invito a todos los teatreros a que le expliquen al lego
que no es apenas algo más que una cursilería esta necesidad que tenemos de
actuar frente a un grupo y sentirlo replicar como una marea a lo que espetamos
sobre la escena. Que no es poca cosa, no lo es. Yo llevo dos meses queriéndole
llevar una carta de amor a una adolescente hondureña del Gladys (el mejor
putero de migrantes acá en Coatepec), y no puedo. Y ya no voy a poder: el
Gladys está cerrado, creo que deportaron a la pollita y yo ya ni creo en el
amor. Así es la vida.
De todo lo que necesitamos,
entonces, para hacer “esto que hacemos”, lo único que nos hace falta al día de
hoy es la presencia activa del público. En el fondo de este terror está esa
idea que ronda la cabeza de todos los teatreros sin animarse a pronunciar en
voz alta, y que más o menos dicta que después de la aparición del
cinematógrafo, el teatro se convirtió en una representación de segunda, y que solo
la justificaría la presencia activa del público frente a los actores. Es decir,
lo que soporta este terror no es otra cosa que la baja autoestima que permea
nuestro medio. Porque durante el siglo veinte y hasta ahora, el teatro siguió
siendo a su modo teatro (a veces, demasiado a su modo), y los actores y
escritores seguimos adaptando nuestro hacer a las circunstancias. Incluso hasta
salimos ganando, y por prueba pongo que ya hasta tenemos permiso para ser enterrados
en los cementerios. Pero seguimos asustados. Se nos olvida que todo lo que
ahora llamamos “medios audiovisuales”, más allá de haber conseguido sus
credenciales propias, en el fondo es más o menos “teatro”.
No tenemos la presencia activa
del público, pero sí tenemos capacidades desarrolladas para contar historias y
representarlas. Tenemos además el arma supermegapoderosa y recabrona de la
convención. Si encontramos la manera, entonces, y cada quién a su modo, de
seguir representando lo que pensamos de este mundo matraca y su belleza, y
conseguimos que alguien nos pague por ello (lo que ahora definen con el curioso
nombre de “monetizar”), tal vez estemos a un paso de seguir comiendo de esto.
Que si se llama Chona o se llama Juana, no creo que sea lo importante.
Lo que sí, si queremos que tal
vez, algún día, podamos hacer lo que nos gusta frente a un público y en
cualquiera de sus formas, ni mencionemos la palabra “teatro” hasta que no
hayamos roto el conjuro escuchando de nuevo el aplauso desde la gradería. Que
la palabra “teatro”, pues, quede desde ahora maldita y maldito aquel que la
mencione sin motivo.
Ai les dejo eso y paso a
retirarme.
PD: Vendo, permuto o regalo dos
perros casi finos y un gato culero de media cola. Interesados por inbox.