Advertencia al lector: este texto está dirigido
a gente que hace teatro, tanto para quienes escriben como para los ejecutantes.
Es un texto de reflexión. Aquí no van a encontrar esos chistes baratos en los
que me burlo con frecuencia de mis amigos y de quienes me caen gordos, pero
principalmente de mis amigos. Aquí estamos reflexionando sobre algo serio. El
texto además es largo y no muy concesivo, por lo que si no están
específicamente interesado en el tema, te vas a aburrir desde el primer
párrafo. Y si estás interesado en el tema, es altamente probable que también te
aburra. Advertido estás. Comencemos.
La pregunta es recurrente cuando escribes para
el teatro: qué hace de particular la palabra que usamos para el texto
dramático, en qué se diferencia de la palabra de, por ejemplo, la novela o el
poema. Luis Mario Moncada, y esto lo cito a parches de memoria, decía que lo
único que la hace diferente es que está hecha, esencialmente, para decirse en
voz alta. Es verdad que esto no dice mucho y que de primera lectura puede sonar
a una perogrullada. En el teatro, un ejecutante enuncia las palabras, ergo, las
palabras que escribimos para el teatro son para decirse en voz alta. Esto no
dice nada, pues, pero lo dice todo. Valdría la pena apuntar en el punto.
Antes de entrar en la res, quitemos las aristas
para no confundir razonamientos. Es obvio que hay palabras en el texto
dramático escrito para la escena que no están pensadas, de inicio, para ser
enunciadas por los ejecutantes. Estas palabras, que en general llamamos
didascalias, comúnmente constituyen una parte menor del texto, salvo algunos
casos de heroísmo estético, y resulta obvio que no son materia de esta
discusión. El origen del uso de la
palabra “didascalia” en el teatro daría para una amena charla, tanto por su
cercanía como por su distancia absoluta con el uso que le damos ahora. Pero ese
es otro tema.
Por otra parte tenemos el uso que le damos a la
palabra en el teatro y cómo ha variado en la historia y varía aún ahora de
autor a autor, de obra a obra. Es verdad que la escena norma el uso que damos a
las palabras en un texto dramático, como lo es que la palabra en el texto norma
la enunciación. Aquí no hay huevo o gallina, porque en la mayor parte de las
representaciones teatrales partimos de un texto escrito, es decir, el texto
siempre es el huevo y desde el texto ya estamos proponiendo formas de
enunciación. Este último punto de vista, tiraría de golpe la afirmación de
Moncada, pues, sí, escribo una palabra para ser dicha en voz alta, pero, al
final del día, desde el texto ya estoy diciendo en buena medida cómo quiero que
la digan: el dramaturgo es Dios. No es gratuito, pues, que los actores
ingleses, que en tan alto lugar tienen al dramaturgo (a diferencia de nosotros,
tan bárbaros nosotros), se basen en ese hermoso modelo de enunciación que les
es tan propio y que atiende tan lujoso a la prosodia. Más aún, está todo el
teatro clásico para apoyar esta tesis. Antes del naturalismo, el texto pesa en
la enunciación de tal manera que es difícil pensar, durante la representación,
que no estamos frente a una adornada exposición de la palabra escrita, como si
el habla del ejecutante tuviera por objetivo principal llenar de matices,
juegos y volutas la palabra escrita, la que aporta el poeta a la escena.
Luego, aparece el naturalismo que lo cambia
todo, el naturalismo en el que estamos cada vez más metidos por más que
intentemos zafarnos; el naturalismo con su idea del individuo, el naturalismo
con su idea del individuo y por ende, del personaje representando individuos;
el naturalismo que, al representar individuos sobre la escena, comienza a usar
al lenguaje como una forma de individualización, como un índice de
caracterización del personaje; el naturalismo que caracteriza individuos por
sus formas de habla y, por lo tanto, se refiere a la lengua antes de la
escritura.
Después del naturalismo estamos hablando y esto
pega directamente en lo dicho por Moncada, de una escritura de textos teatrales
que, al remitirnos a formas de habla que encontramos en “la realidad” (lo que
sea que eso sea), por lo que toda la prosodia clásica se va a l carajo. Y aquí,
abusando de las palabras de Moncada, podríamos decir, matizando: que en el
teatro “naturalista” y “postnaturalista”, escribimos palabras para ser dichas
en voz alta, palabras que tomamos, originalmente, de “un alguien” teórico que
las dijo antes en voz alta, acaso en la calle, acaso en ninguna otra parte que
en la cabeza del autor. Es decir, la palabra en el teatro que nos remite a la
palabra dicha.
Esto no es gratuito. En el principio, la
palabra fue dicha. El lenguaje, como invento, es de palabra enunciada, de
palabra dicha. La palabra escrita es posterior, y por lo tanto es una
reelaboración de la palabra dicha. Pero algo raro pasó entre una palabra y
otra, entre la dicha y la escrita. Algo que yo no entiendo porque no soy
lingüista ni neurólogo pero es evidente para cualquiera que se dedique a la
literatura: la palabra escrita nunca fue una “trasncripción” neta de la palabra
dicha, como solo encontramos entre los estenógrafos judiciales. La palabra
escrita no consiste solamente en poner en blanco y negro las articulaciones
sonoras del lenguaje. En principio, es una aproximación que intercambia sonidos
por signos visuales que, y esto es solo una suposición, al notar que el signo
visual no es suficiente para aprehender todo lo que el sonido “dice”, termina
haciendo algo por demás extraño: aleja más la palabra escrita de la hablada, y
a falta de los sentidos e intenciones de la palabra hablada, la palabra escrita
llena con algo más lejano: con racionalización.
Cualquiera que analice con cuidado las
diferencias entre cómo hablamos y cómo escribimos, notará en un primer término
que la gran diferencia entre la escritura y el habla está en que la primera es
extremadamente racional, sometida a una serie de criterios de orden y
completitud que nunca atendemos del todo en el habla. Cuando decimos, pues, que
en la escritura “redactamos”, estamos aludiendo a algo mucho más complicado,
porque “redactar” implica meter a empellones el habla en un traje demasiado
estrecho, un traje que no es de su medida, y que tiene demasiadas costuras.
Costuras, por demás, demasiado artificiosas. Para algunos, esto solo implica
que la escritura es una forma evolucionada del habla, y tal vez tengan razón.
Una demostración en campo de lo anterior
podemos encontrarla, clara y esquemáticamente, en los comunicados de Anonymous,
y de manera menos clara, pero más terrible, en la enunciación de más de la
mitad de los actores en este país, donde parece que en la escuela les enseñaran
a leer los textos siguiendo fielmente la puntuación. En el comunicado de
Anonymous encontramos el vacío completo: el programa que usan para “leer” sus
textos respeta de manera extraña la redacción, con puntos y comas, y entona
como robot con sobrecarga de metanfetaminas. En el caso de nuestros malos actores,
la única diferencia es que sabemos que no son robots.
Volvamos al asunto: la palabra hablada fue
anterior a la escritura, y cuando decimos anterior estamos hablando de muchos
miles de años más de los que lleva la escritura en nuestra historia. Podríamos
decir, en términos históricos, que tal vez la palabra escrita solo sea una moda
pasajera en la historia de la humanidad, y que en algún momento, prescindiremos
de ella, o quedará, como ahora apunta, como un juego de salón entre las clases
cultivadas.
Entonces, para efectos de la palabra en el
teatro, esta palabra de la que estamos hablando ahora, la que está tan normada
por el naturalismo, nos enfrentamos a un problema elemental: primero está la
palabra hablada, luego el texto, y después, la palabra hablada en la escena. Lo
que pone al texto en una situación medio jodida y, en los hechos, más de una
vez paradójica: el texto dramático toma la palabra del habla para escribirla,
lo que implica transformarla radicalmente, pero esta palabra, en algún momento,
tendrá que ser enunciada, es decir, tendrá que convertirse de nuevo a palabra
dicha, ahora sí como quiere, o quería Moncada. Esta doble elaboración, además,
no es un “ida y vuelta”, si así fuera, lo más sencillo sería entregar
grabaciones del texto a los actores en vez de legajos. A los actores o a los
robots. No es de ida y vuelta por muchos motivos, tal vez el principal está en
que la palabra original, que pretendemos “dicha” por un individuo de la
realidad (para atender los principios del naturalismo), es vaciada en un texto
en el que se pretende que le pertenece a un personaje (algo tan artificial y
lejano al concepto de “persona” como lo es el habla a la redacción), para luego
ser encarnada por un actor, es decir, vuelta palabra, pero ya no la palabra del
primer individuo teórico ni del personaje meramente, sino un lugar extraño en
el que se cruzan la realidad tomada, la inventiva del poeta, y la
individualidad completa del actor: el personaje encarnado.
Y la pregunta es: ¿a qué viene todo este
cuento?
Esto tiene implicaciones para dramaturgos como
para actores. En la escritura de textos, desde el siglo XIX encontramos una
obsesión en el texto dramático por imitar formas de hablar específicas para
atribuirlas a personajes. En dramaturgos poco avezados, esto lleva a la
creación de verdaderos monstruos lingüísticos en los que el autor, en este
intento, en vez de reproducir formas de habla específicas, acaba esquematizando
y presentando de manera más que prejuiciosa, formas de hablar de grupos
sociales que conoce desde la distancia, lo que en vez de “caracterizar” a los
personajes o al mundo retratado, solo los denigra y estigmatiza. Algo que en
manos de actores mal entrenados termina en verdaderas tragedias en la escena.
Este es el caso, y perdón por lo vulgar de los ejemplos, de los famosos
“rancheritos” o de los “jotitos” en el teatro amateur.
Para entender la solución a este problema de
transcripciones de habla hay que irnos a la base del asunto, de alguna manera
ya enunciada más arriba: cada paso de transcripción implica una inventio, cada paso de transcripción de
lenguajes (del habla a la escritura a la escena), implica, pues, una aportación
de miradas individuales, por lo que hay que tener muy claro que la palabra
dicha sobre la escena, nunca será, y no se parecerá, a la palabra que
escuchamos en la calle. Apuntemos, para el caso de los actores, que la palabra
dicha en la escena está sometida a una fisicalidad que tampoco reproduce ni
imita la realidad, y que, para acabarla de joder, es propia de cada una de las
representaciones.
El problema es que queremos que parezca, tal
vez no que sea, eso lo damos por descartado, pero sí que parezca. Y la salida
no está en la “imitación de la calle”, que no nos lleva a otra cosa que exhibir
nuestra ignorancia. Entonces, lo que hacemos, como dramaturgos, para que la
palabra parezca, en cargarla de más retórica. Si la escritura se alejó del
habla por redacción y usos retóricos, la mejor manera de volver a hacer que se parezcan
es metiéndole más retórica a la escritura. Con mis alumnos, desde hace algunos
años me preocupo mucho en trabajar este tema investigando el uso de diferentes
figuras retóricas. Ya no el uso convencional en sí, sino el de ciertas figuras
que recuerdan la palabra hablada o dan espacio para que el actor la recuerde en
su proceso de “entonación”. Si el hombre saturó de lógica el lenguaje con la
escritura, lo que hacemos, es quitarle un poco la lógica, para ello jugamos
buscando diferentes usos del anacoluto y de repeticiones y aliteraciones,
algunas de lo más gratuitas en términos de texto. Tanto los diferentes
anacolutos, como las miles de formas de uso de la repetición, trazan líneas
hacia los dos lados de esta paradoja del lenguaje: “aflojan” el texto, lo hacen
parecer más natural, como dejan marcas claras del artificio.
Lo que queda como resultado de este juego de
retraducciones es, por una parte, un texto que da más oportunidades de trabajo
el actor en la enunciación, por la otra, presenta evidencias claras, contundentes:
condenatorias, de la inventio y la
presencia de la individualidad autoral en el texto que esta implica.
Estamos hablando aquí, de los juegos de
lenguaje para los textos en convención, es decir, para los diálogos. Cuando
hablamos de textos de narrador sobre la escena es obvio, por lo antes dicho,
que no nos enfrentamos a la paradoja de las transcripciones (salvo los casos de
narradores caracterizados, por supuesto, que son una forma de la misma
convención).
Para los actores, de todo este asunto, solo
queda lo que siempre será un problema, por lo menos en este país, con la
mayoría: hacerles entender que su personaje es una construcción, no una
reproducción de la realidad, que la enunciación del texto es más un sistema de
ritmos con el que el actor puede jugar libremente, un juego de ritmos mucho más
exterior y formalista que esas babosadas sentimentalistas y de interiorización
con las que los pretenden seducir en nuestras escuelas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario