No soporto las bibliotecas: sus estaciones de
lectura, todas ordenadas, casi siempre vacías, los anaqueles que se alejan como
si habitaran dentro de un espejo. La extraña amabilidad de los bibliotecarios,
su sonrisa que no engaña a nadie (tienen una de los cinco trabajos más
aburridos de este mundo). El silencio. El silencio como norma, como forma de
ser, de estar, como forma de mantener a la palabra lejos de su forma natural:
el ruido.
No es que prefiera el bullicio barroco de las
coctelerías, no se confundan. No veo las bibliotecas como una antítesis del
carnaval, más bien, las entiendo como una seca paráfrasis de los hospitales, en
tal caso como una forma inacabada de escenario. Cómo no detestarlas, pues. Si
no fuera por los libros, ya las habríamos reducido a la innoble categoría de
los centros comunitarios. No digo esto por decir. Con el tiempo, y esto lo
tengo por seguro, las bibliotecas irán teniendo cada vez menos libros y más gente.
Ese es su destino. En algún tiempo, los niños preguntarán a su mamá: “Mamita,
linda, por qué las bibliotecas se llaman bibliotecas”. Y la madre responderá
cariñosa: “Ah, mi inesperado crío, eso es porque antes tenían libros y a la
gente le gustaba usar palabras en griego para nombrar las cosas más terribles,
como las enfermedades o estos lugares apestosos”. Esa va a ser una plática más
frecuente de lo que imaginan ahora.
Al finado Nacho Padilla, hace un tiempo le
armaron tremendo escándalo por permitir un desfile de modas en la biblioteca
que dirigía. Hace poco, en las redes sociales lincharon a un burócrata que permitió
una sesión de fotos de quince años en el sagrado recinto de los libros. Cualquier
imbécil que haya estado en una biblioteca sabe que, por lo general, estas son
los espacios públicos menos y peor utilizados. Si las bibliotecas tuvieran más
mujeres al borde de la anorexia y menos libros, estarían mucho más concurridas.
Pero no, por alguna razón, a los amantes de las bibliotecas les gusta asociar a
los libros con la inutilidad y el vacío, y les molesta, por razones que no
entiendo, la frivolidad. Una buena biblioteca, para que se lo sepan, contiene
más ideas frívolas entre sus libros que la colección completa de la revista
Cosmopólitan. ¿De qué mierdas creen que tratan los libros?
La biblioteca está para buscar los libros que
todavía no pasan a formato mobi, sacarlos inmediatamente, fotocopiarlos y
regresarlos. Un hombre de mundo no lee en la biblioteca, lee en su cama, en la
bicicleta estacionaria o en el excusado. Eso hace un hombre de mundo.
Tengo mi propia estrategia en lo referente a
las bibliotecas. Lo que hago, con cierta frecuencia, es sentarme en uno de los
sillones de lectura más visibles, y así, yo muy en proscenio, me pongo a leer
en mi kindle durante una hora o dos. No
es que me guste, ya dije dónde leo. Sé qué es demasiado violento, sé que es como
mentarles la madre a los bibliotecarios, algo así como decirles: “Quiubo,
pendejo, yo que tú me iba consiguiendo otra chamba”. Lo sé. Por eso lo hago.
Sí, está mal de mi parte, no habla bien de mí como ser humano, pero supongo que
trabajar en una biblioteca tampoco habla bien de uno. Borges sería lo que
fuera, pero era una mierda como persona. Apolonio Eidógrafo, de seguro, no era
un pan con mermelada. No confío nada en los vegetarianos ni en los
bibliotecarios, y en general, en cualquier otra persona que mantenga imperturbable
las ideas más ridículas.
Espero que con esto te quede claro por qué odio
las bibliotecas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario