martes, 6 de diciembre de 2016

Odio a las bibliotecas

No soporto las bibliotecas: sus estaciones de lectura, todas ordenadas, casi siempre vacías, los anaqueles que se alejan como si habitaran dentro de un espejo. La extraña amabilidad de los bibliotecarios, su sonrisa que no engaña a nadie (tienen una de los cinco trabajos más aburridos de este mundo). El silencio. El silencio como norma, como forma de ser, de estar, como forma de mantener a la palabra lejos de su forma natural: el ruido.

No es que prefiera el bullicio barroco de las coctelerías, no se confundan. No veo las bibliotecas como una antítesis del carnaval, más bien, las entiendo como una seca paráfrasis de los hospitales, en tal caso como una forma inacabada de escenario. Cómo no detestarlas, pues. Si no fuera por los libros, ya las habríamos reducido a la innoble categoría de los centros comunitarios. No digo esto por decir. Con el tiempo, y esto lo tengo por seguro, las bibliotecas irán teniendo cada vez menos libros y más gente. Ese es su destino. En algún tiempo, los niños preguntarán a su mamá: “Mamita, linda, por qué las bibliotecas se llaman bibliotecas”. Y la madre responderá cariñosa: “Ah, mi inesperado crío, eso es porque antes tenían libros y a la gente le gustaba usar palabras en griego para nombrar las cosas más terribles, como las enfermedades o estos lugares apestosos”. Esa va a ser una plática más frecuente de lo que imaginan ahora.

Al finado Nacho Padilla, hace un tiempo le armaron tremendo escándalo por permitir un desfile de modas en la biblioteca que dirigía. Hace poco, en las redes sociales lincharon a un burócrata que permitió una sesión de fotos de quince años en el sagrado recinto de los libros. Cualquier imbécil que haya estado en una biblioteca sabe que, por lo general, estas son los espacios públicos menos y peor utilizados. Si las bibliotecas tuvieran más mujeres al borde de la anorexia y menos libros, estarían mucho más concurridas. Pero no, por alguna razón, a los amantes de las bibliotecas les gusta asociar a los libros con la inutilidad y el vacío, y les molesta, por razones que no entiendo, la frivolidad. Una buena biblioteca, para que se lo sepan, contiene más ideas frívolas entre sus libros que la colección completa de la revista Cosmopólitan. ¿De qué mierdas creen que tratan los libros?  


La biblioteca está para buscar los libros que todavía no pasan a formato mobi, sacarlos inmediatamente, fotocopiarlos y regresarlos. Un hombre de mundo no lee en la biblioteca, lee en su cama, en la bicicleta estacionaria o en el excusado. Eso hace un hombre de mundo.

Tengo mi propia estrategia en lo referente a las bibliotecas. Lo que hago, con cierta frecuencia, es sentarme en uno de los sillones de lectura más visibles, y así, yo muy en proscenio, me pongo a leer en mi kindle durante una hora o dos. No es que me guste, ya dije dónde leo. Sé qué es demasiado violento, sé que es como mentarles la madre a los bibliotecarios, algo así como decirles: “Quiubo, pendejo, yo que tú me iba consiguiendo otra chamba”. Lo sé. Por eso lo hago. Sí, está mal de mi parte, no habla bien de mí como ser humano, pero supongo que trabajar en una biblioteca tampoco habla bien de uno. Borges sería lo que fuera, pero era una mierda como persona. Apolonio Eidógrafo, de seguro, no era un pan con mermelada. No confío nada en los vegetarianos ni en los bibliotecarios, y en general, en cualquier otra persona que mantenga imperturbable las ideas más ridículas.


Espero que con esto te quede claro por qué odio las bibliotecas.

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