jueves, 8 de diciembre de 2016

Agradable cena brasileña con barco y Simonari

Era mi cuarta cita conseguida por Tínder.
Las otras tres habían sido más o menos la misma mierda.
Esta era otra cosa.
Desde que ella entró al restaurante supe que algo estaba mal.
Se llamaba Perla.
Y estaba veintinueve veces más buena que en su perfil.
Yo había llegado con tiempo y ya iba para mi tercera caipiriña.
Saludó cortésmente y después de las preguntas de rigor dijo algo amable sobre el lugar.
Algo amable que me dejó claro que escogí una mierda de restaurante brasileño.
Y el tema del Simonari.
Y el tema del Simonari.
Pero eso fue mientras se sentaba.
Bueno.
Apenas estábamos en esas cuando entró la llamada.
Tómala.
Le dije con un gesto.
Ni modo.
Hasta mi puesto se escuchaba todo del celular.
Se escuchaba todo y se entendía casi todo.
Pero me hice el occidental y ella se sintió libre para hablar.
O eso suponía yo.
¿Estás con él?
Sí. Estoy con él. Por favor, respétame. Recuerda que tienes que respetarme. ¿Entiendes eso, insecto?
Perla. Perla. Solo… solo quería decir que… solo quería decir que si esto… si esto sigue así, voy a matar a mi madre.
Así le dijo:
Voy a matar a mi madre. Te juro que voy a matarla, voy a abrirla en dos con uno de tus cuchillos, le voy a sacar las tripas y voy a usar la tripa más larga para amarrar un barco. Eso voy a hacer.
Nico, ¿cuándo tienes tu cita?
Pronto.
Creo que urge.
La tengo el jueves. ¿Ya? Deja de estar jodiendo. La tengo el jueves a las cinco y media.
Voy a hablar con el doctor, voy a tratar de adelantarla.
No se puede. No se puede. Ya le pregunté. Ya le pregunté y no puede porque a las cinco de la tarde va a estar salvando vidas o una mierda así.
Voy a hablar con él.
No te va a hacer caso.
Voy a cambiar tu cita para mañana a las cuatro, ¿te parece bien?
¿Qué vas a hacer? ¿Piensas cogértelo?
No. Le voy a explicar claramente tu condición. Le voy a explicar lo que parece ser que el ajuste de tu dosis no está funcionando. Tú sabes que es eso, que la nueva dosis no está funcionando, yo sabía que era una verdadera pendejada eso de ajustar la dosis, eso de cambiar de doctor…
¿De qué hablas?
Te explico, claramente, sin afán de confrontación, que tu médico…
No me cambies el tema. Te estoy preguntando si te vas a coger al imbécil con el que estás cenando.
Nico. Te voy a pedir amablemente, que seas más preciso en tu forma de hablar. Debes cuidar bien el sujeto. Si preguntas así, parece que el sujeto, al que me voy a coger, es al médico, no a este imbécil.
Yo le di un trago a mi caipiriña y le sonreí. No soy muy sensible. Ella sonrió, con una sonrisa más fría que la puta caipiriña.
Pero tenía buenas tetas.
Les juro que no era muy guapa, pero tenía unas tetas de miedo.
Y ese aire de hija de puta que te la pone dura con un movimiento de cejas.
Después de… después de que termines… después de que termines de darme tus putas clases de gramática, ¿te piensas coger al sujeto con el que estás cenando?
No, imbécil. Solo lo invité para cenar gratis en un restaurante de bufet brasileño. Mañana voy a ligar a un jodido trailero para que me invite unas costillas barbiquiú con música countri…
Yo volví a sonreír. Creo que hasta levanté mi caipiriña, como si brindara.
La verdad es que yo había recomendado el restaurante.
No pensé que la nena iba a llegar vestida en un Simonari de tres mil dólares a rayas negras y blancas y que me iba a aclarar, apenas cuando se sentó:
Espero que no se me rasgue con estas sillas, es un Simonari de tres mil dólares y apenas lo estoy estrenando.
Yo no sabía lo que era un Simonari.
Ahora lo sé.
Y les puedo decir que ese tipo, ese Ernesto Simonari, sí que sabe cómo tratar las tetas de una mujer.
Mientras tanto, yo le di el último jalón a mi caipiriña.
Estaba medio nervioso.
Me habían tocado otras citas más o menos jodidas.
Normalmente, el que estaba fuera de lugar era yo.
Demasiado elegante en un sitio de mierda con una mujer que bien podría ser mi chacha.
Así era casi siempre.
Pero ahora, ahora parecía que Perla me entrevistaba para darme el puesto de chofer.
Y la entrevista no iba bien.
Por eso pensé:
Qué bueno que no soy chofer. Qué bueno que no le estoy pidiendo empleo. Qué bueno que le estoy viendo las tetas por debajo de su sedoso y delgadísimo Simonari y al rato me la voy a estar picando con el puto Simonari hecho bolas al pie de la cama. Qué bueno, porque si mi vida dependiera de este empleo de chofer, yo, mi mujer de chofer y mis cuatro hijos de chofer, estaríamos totalmente jodidos.
Ella siguió hablando:
Claro que me lo voy a coger.
Y ahora, ella sonrió.
Fue demasiado rápido.
Una sonrisa leve, de un instante nada más.
Pero, ¿saben qué? Fue dulce.
Por unas cuantas millonésimas de segundo vi su dulzura.
Vi que debajo de ese Simonari.
Más allá de sus grandes y perfectas tetas.
Debajo de esa cabrona insensible.
Estaba una niña tierna, dulce. Insegura.
Y se me paró.
Ella podría hablar toda la noche por teléfono con todos los putos locos celosos del país.
Y podría explicarles, con todo detalle, que yo era una basurita en su hombro.
Ya no me importaba, porque en dos horas, después de empacarme en la barra de ensaladas, después de haber jodido al mesero con que trajera la maldita espada de picaña hasta que se viera el metal grasoso, después de eso, Perla iba a ser mi perrita y yo iba a ser su macho proveedor de placer. Y ella se iba a derretir ante mi pecho bien peludo.
Sí, señor.
Nico, ¿serías tan amable de permitirnos cenar? Creo que mi amigo está ansioso por irse a servir sus ensaladas.
Sonreí y dejé mi plato donde estaba.
Le hice la seña de:
Nooo.
No hay problema.
Arregla todo lo que tengas que arreglar.
Yo mientras me echo otras caipiriñas.
Dicen que las de frambuesa y quigüi no tienen perdón de Dios.
Esa seña le hice.
Más o menos.
Perla. Solo te quería decir, perdón, que eres una puta.
Sí, lo sé. Ya descansa. Mañana vamos a…
Perla, tú sabes lo que le pasó a mi papá.
Lo sé. Lo sé.
Él no se merecía eso.
Lo sé. Nico.
Te juro que la voy a matar y voy a amarrar ese puto barco.
Con una mierda, Nico. ¿A qué hora voy a terminar de cenar si no dejas que comience?
Lo vi desde que llegó.
A quién viste.
Al pendejo de la camisa de caracolitos.
Yo traía una camisa de caracolitos.
Quise intervenir en la plática:
Pregúntale de qué color.
Pero me callé a tiempo.
De qué estás hablando. Nico. De qué mierdas estás hablando. Dime dónde estás. No me digas que… ¿Otra vez? ¿En qué habíamos quedado? ¿Estás afuera?
No.
Dónde estás.
No te lo puedo decir.
Nico, si salgo y estás escondido detrás de un carro o algo así…
Que no.
Dónde mierdas estás.
Que no te lo… que no te lo… estoy en casa de mamá. ¿Está bien? Estoy en casa de mamá. Estoy en la cocina. Saqué un paquete de bisteces de la congeladora. Quería cortarlo. Me iba a hacer yo solo mi comida brasileña. Y agarré… y agarré el cuchillo y pensé en hablarte. Eso es todo.
Nico, deja ese cuchillo. Deja ese puto cuchillo. Recuerda lo de la condicional y las armas. Tú sabes que no puedes usar un cuchillo ni para embarrarle mayonesa a un pan bimbo.
Ya lo dejé. Solo que tenía hambre.
Dónde está Dolores.
Arriba, en su cuarto, está dormida. Creo que no me escuchó.
¿Es necesario que le hable y le pida que salte por la ventana o algo así?
No, no, cómo crees. Yo solo quería cenar.
Y mientras querías cenar se te ocurrió que ibas a partir en dos a Dolores y con sus tripas ibas amarrar un barco.
¿De qué hablas? ¿De dónde sacaste esa mamada del barco? ¿El imbécil de la camisa de caracolitos es marinero o algo así?
Nico. Deja ese puto cuchillo que ya quiero cenar. Permíteme.
Y aquí pasó algo mágico.
Perla se alejó el celular y me dirigió la palabra, como si yo realmente  existiera.
¿Podrías irme sirviendo ensalada? ¿Y unas papas? De esas chiquitas, como adobadas. No de las verdes.
Yo estuve diez años casado.
Yo sé lo que es recibir órdenes.
Pero, señores, esta mujer, tenía estilo.
No eran sus palabras.
No eran solamente las palabras, era su entonación, la manera en la que ejecutaba los movimientos.
Esa mujer nació para mandar.
Sí, señor.
¿De las verdes no?
No. De las otras. Gracias.
Y ese último “gracias” fue un: “mueve el culo pinche huevón que ya tengo hambre”.
Fue eso, pero con la fría amabilidad de una princesa.
Me gusta tu estilo.
Le dije al levantarme de la mesa con su plato.
Me gusta tu estilo.
Eso fue lo que se me ocurrió.
Me gusta tu estilo.
Si seré idiota.
Me gusta tu estilo mientras meneaba el índice de arriba abajo y arriba en su dirección.
Sí. Me vi como un idiota.
Me vi como un idiota pero no sé qué podría haber hecho para no verme como un idiota o un chofer frente a este monumento esculpido en un bloque de yelo de un metro con setenta.
Y me hice pendejo en la barra de ensaladas todo lo que pude.
Y la veía parloteando con el celular en la oreja mientras yo escarbaba y escarbaba con la palita entre las lechugas.
Ya no pude más y me regresé con los platos.
Claro que te escuché bien.
Te juro, Perla, que yo no usé la palabra “cuerpo”. Seguramente dije “puerco” y tú entendiste mal.
Nico, no voy a discutir contigo. Nico, te voy a pedir un favor: inmediatamente vas a salir de ahí. Si te escuché mal o no eso no me importa. Lo que importa es que te limpies bien las manos. Si tienes manchas en la ropa.
Cómo me dices eso. Cómo me dices eso de las manchas. Yo sería incapaz…
No estoy diciendo manchas de sangre. Tampoco estoy diciendo que no. Manchas, de lo que sea. Si tu ropa tiene manchas, por favor, métela al bote de basura, lo bañas de alcohol y le echas un cerillo. Y te sales de ahí inmediatamente.
¿Pero me lo prometes?
Qué mierdas te prometo.
Lo que me prometiste.
Te lo prometo. Chao.
Y por fin.
Colgó.
Realmente no era la perra que pareció en un principio.
La cena fue una delicia.
Estuvimos hablando de tanta pendejada.
Los meseros iban y venían con sus espadas y a todos les aceptaba una probadita.
En la plática, resultó que también ella había crecido en las Villas.
Era demasiado chica para haber sido compañera mía o de mis hermanas, pero recordamos a algunos maestros comunes.
Los meseros estaban encantados con ella.
Parecía una estrella de cine lista para firmar autógrafos.
Si en un principio me sentí muy pinche, ella se encargó de hacerme sentir bien, de hacerme sentir su par.
Pero volvió a sonar el celular.
Y todo se fue a la mierda.
Perla. Soy Dolores.
Ya sé que eres Dolores. Qué se te ofrece.
¿Es cierto?
¿Qué es cierto, Dolores?
¿Es cierto lo que dice Nico?
Yo dudaría de cualquier cosa que diga el imbécil de tu hijo.
Está afuera.
No lo dejes entrar. Que aprenda.
Está en la calle, con una patrulla, tres perros muertos y lo que dice que es una gran cuerda para amarrar un barco.
Son tus tripas.
¿Mis tripas?
Supongo que las de los perros. Pero él piensa que son tus tripas.
¿Y el barco?
Ese sí no sé de dónde lo sacó.
¿No sabes de dónde lo sacó?
Está bien. Sí sé de dónde lo sacó. Tu hijo está jodido del puto cerebro.
No estaba así cuando se casaron.
Está jodido de cada puta neurona desde que le dabas de tu puta leche agria. No me vengas con eso.
Y no me vengas conque no sabes de dónde sacó lo del puto trastlántico.
Está diciendo “barco”, no “trasatlántico”, no seas insidiosa.  Trae la cosa esa del barco desde hace una semana.
Tienes que venir.
Lo sé. ¿Puedo terminar de cenar?
¿Tú qué crees? Mi hijo está explicando a dos policías cómo amarrar un barco con las tripas de los perros de los Perezlete. ¿Crees que puedas terminar con tu postre?
Voy para allá.
Lo que siguió fue penoso.
No íbamos a coger.
Eso era un hecho.
Perdón, una emergencia familiar. Espero que lo entiendas.
Hice un gesto de:
No te apures, siempre pasa.
Fue gentil, pero apresurada.
Se levantó.
Me levanté para despedirme porque soy un caballero.
Me besó suavemente de despedida.
Un beso suave en el cachete.
No al aire.
Plantando suavemente los labios en el cachete.
Se dio la vuelta y se fue.
Si el Simonari marcaba divinamente las tetas, en las nalgas era un pedazo a rayas de piel. La espalda, abierta, dejaba ver un gran tatuaje.
De un solo tono.
Era un tatuaje hecho con pulso irregular.
Parecía de esos que te talla un adicto con hepatitis en la cárcel.
Si ponías cuidado, encontrabas que el tatuaje era un trasatlántico a punto de partir.
Pero tenías que fijarte mucho.
Y ahí estaba, con sus grandes chimeneas y su muy respingada proa.
Me senté de nuevo. Pedí otra caipiriña y la cuenta.
Por un instante pensé que sería buena idea abrir en canal al mesero y usar sus tripas para detener ese hermoso par de nalgas.
Y sí, si se lo preguntan, así es, nunca volví a saber más de Perla.
Así pasa.






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