Era mi cuarta cita
conseguida por Tínder.
Las otras tres habían
sido más o menos la misma mierda.
Esta era otra cosa.
Desde que ella entró
al restaurante supe que algo estaba mal.
Se llamaba Perla.
Y estaba veintinueve
veces más buena que en su perfil.
Yo había llegado con
tiempo y ya iba para mi tercera caipiriña.
Saludó cortésmente y
después de las preguntas de rigor dijo algo amable sobre el lugar.
Algo amable que me
dejó claro que escogí una mierda de restaurante brasileño.
Y el tema del Simonari.
Y el tema del
Simonari.
Pero eso fue mientras
se sentaba.
Bueno.
Apenas estábamos en
esas cuando entró la llamada.
Tómala.
Le dije con un gesto.
Ni modo.
Hasta mi puesto se
escuchaba todo del celular.
Se escuchaba todo y se
entendía casi todo.
Pero me hice el
occidental y ella se sintió libre para hablar.
O eso suponía yo.
¿Estás con él?
Sí. Estoy con él. Por
favor, respétame. Recuerda que tienes que respetarme. ¿Entiendes eso, insecto?
Perla. Perla. Solo…
solo quería decir que… solo quería decir que si esto… si esto sigue así, voy a
matar a mi madre.
Así le dijo:
Voy a matar a mi
madre. Te juro que voy a matarla, voy a abrirla en dos con uno de tus
cuchillos, le voy a sacar las tripas y voy a usar la tripa más larga para
amarrar un barco. Eso voy a hacer.
Nico, ¿cuándo tienes
tu cita?
Pronto.
Creo que urge.
La tengo el jueves. ¿Ya?
Deja de estar jodiendo. La tengo el jueves a las cinco y media.
Voy a hablar con el
doctor, voy a tratar de adelantarla.
No se puede. No se
puede. Ya le pregunté. Ya le pregunté y no puede porque a las cinco de la tarde
va a estar salvando vidas o una mierda así.
Voy a hablar con él.
No te va a hacer caso.
Voy a cambiar tu cita
para mañana a las cuatro, ¿te parece bien?
¿Qué vas a hacer?
¿Piensas cogértelo?
No. Le voy a explicar
claramente tu condición. Le voy a explicar lo que parece ser que el ajuste de
tu dosis no está funcionando. Tú sabes que es eso, que la nueva dosis no está
funcionando, yo sabía que era una verdadera pendejada eso de ajustar la dosis,
eso de cambiar de doctor…
¿De qué hablas?
Te explico,
claramente, sin afán de confrontación, que tu médico…
No me cambies el tema.
Te estoy preguntando si te vas a coger al imbécil con el que estás cenando.
Nico. Te voy a pedir
amablemente, que seas más preciso en tu forma de hablar. Debes cuidar bien el
sujeto. Si preguntas así, parece que el sujeto, al que me voy a coger, es al
médico, no a este imbécil.
Yo le di un trago a mi
caipiriña y le sonreí. No soy muy sensible. Ella sonrió, con una sonrisa más
fría que la puta caipiriña.
Pero tenía buenas
tetas.
Les juro que no era
muy guapa, pero tenía unas tetas de miedo.
Y ese aire de hija de
puta que te la pone dura con un movimiento de cejas.
Después de… después de
que termines… después de que termines de darme tus putas clases de gramática,
¿te piensas coger al sujeto con el que estás cenando?
No, imbécil. Solo lo
invité para cenar gratis en un restaurante de bufet brasileño. Mañana voy a
ligar a un jodido trailero para que me invite unas costillas barbiquiú con
música countri…
Yo volví a sonreír.
Creo que hasta levanté mi caipiriña, como si brindara.
La verdad es que yo
había recomendado el restaurante.
No pensé que la nena
iba a llegar vestida en un Simonari de tres mil dólares a rayas negras y
blancas y que me iba a aclarar, apenas cuando se sentó:
Espero que no se me rasgue
con estas sillas, es un Simonari de tres mil dólares y apenas lo estoy
estrenando.
Yo no sabía lo que era
un Simonari.
Ahora lo sé.
Y les puedo decir que
ese tipo, ese Ernesto Simonari, sí que sabe cómo tratar las tetas de una mujer.
Mientras tanto, yo le di
el último jalón a mi caipiriña.
Estaba medio nervioso.
Me habían tocado otras
citas más o menos jodidas.
Normalmente, el que
estaba fuera de lugar era yo.
Demasiado elegante en
un sitio de mierda con una mujer que bien podría ser mi chacha.
Así era casi siempre.
Pero ahora, ahora parecía
que Perla me entrevistaba para darme el puesto de chofer.
Y la entrevista no iba
bien.
Por eso pensé:
Qué bueno que no soy
chofer. Qué bueno que no le estoy pidiendo empleo. Qué bueno que le estoy
viendo las tetas por debajo de su sedoso y delgadísimo Simonari y al rato me la
voy a estar picando con el puto Simonari hecho bolas al pie de la cama. Qué bueno,
porque si mi vida dependiera de este empleo de chofer, yo, mi mujer de chofer y
mis cuatro hijos de chofer, estaríamos totalmente jodidos.
Ella siguió hablando:
Claro que me lo voy a
coger.
Y ahora, ella sonrió.
Fue demasiado rápido.
Una sonrisa leve, de
un instante nada más.
Pero, ¿saben qué? Fue
dulce.
Por unas cuantas
millonésimas de segundo vi su dulzura.
Vi que debajo de ese
Simonari.
Más allá de sus
grandes y perfectas tetas.
Debajo de esa cabrona
insensible.
Estaba una niña
tierna, dulce. Insegura.
Y se me paró.
Ella podría hablar
toda la noche por teléfono con todos los putos locos celosos del país.
Y podría explicarles,
con todo detalle, que yo era una basurita en su hombro.
Ya no me importaba,
porque en dos horas, después de empacarme en la barra de ensaladas, después de
haber jodido al mesero con que trajera la maldita espada de picaña hasta que se
viera el metal grasoso, después de eso, Perla iba a ser mi perrita y yo iba a
ser su macho proveedor de placer. Y ella se iba a derretir ante mi pecho bien
peludo.
Sí, señor.
Nico, ¿serías tan
amable de permitirnos cenar? Creo que mi amigo está ansioso por irse a servir
sus ensaladas.
Sonreí y dejé mi plato
donde estaba.
Le hice la seña de:
Nooo.
No hay problema.
Arregla todo lo que
tengas que arreglar.
Yo mientras me echo
otras caipiriñas.
Dicen que las de
frambuesa y quigüi no tienen perdón de Dios.
Esa seña le hice.
Más o menos.
Perla. Solo te quería
decir, perdón, que eres una puta.
Sí, lo sé. Ya
descansa. Mañana vamos a…
Perla, tú sabes lo que
le pasó a mi papá.
Lo sé. Lo sé.
Él no se merecía eso.
Lo sé. Nico.
Te juro que la voy a
matar y voy a amarrar ese puto barco.
Con una mierda, Nico.
¿A qué hora voy a terminar de cenar si no dejas que comience?
Lo vi desde que llegó.
A quién viste.
Al pendejo de la
camisa de caracolitos.
Yo traía una camisa de
caracolitos.
Quise intervenir en la
plática:
Pregúntale de qué
color.
Pero me callé a
tiempo.
De qué estás hablando.
Nico. De qué mierdas estás hablando. Dime dónde estás. No me digas que… ¿Otra
vez? ¿En qué habíamos quedado? ¿Estás afuera?
No.
Dónde estás.
No te lo puedo decir.
Nico, si salgo y estás
escondido detrás de un carro o algo así…
Que no.
Dónde mierdas estás.
Que no te lo… que no
te lo… estoy en casa de mamá. ¿Está bien? Estoy en casa de mamá. Estoy en la
cocina. Saqué un paquete de bisteces de la congeladora. Quería cortarlo. Me iba
a hacer yo solo mi comida brasileña. Y agarré… y agarré el cuchillo y pensé en
hablarte. Eso es todo.
Nico, deja ese
cuchillo. Deja ese puto cuchillo. Recuerda lo de la condicional y las armas. Tú
sabes que no puedes usar un cuchillo ni para embarrarle mayonesa a un pan
bimbo.
Ya lo dejé. Solo que
tenía hambre.
Dónde está Dolores.
Arriba, en su cuarto,
está dormida. Creo que no me escuchó.
¿Es necesario que le
hable y le pida que salte por la ventana o algo así?
No, no, cómo crees. Yo
solo quería cenar.
Y mientras querías
cenar se te ocurrió que ibas a partir en dos a Dolores y con sus tripas ibas
amarrar un barco.
¿De qué hablas? ¿De
dónde sacaste esa mamada del barco? ¿El imbécil de la camisa de caracolitos es
marinero o algo así?
Nico. Deja ese puto
cuchillo que ya quiero cenar. Permíteme.
Y aquí pasó algo
mágico.
Perla se alejó el
celular y me dirigió la palabra, como si yo realmente existiera.
¿Podrías irme
sirviendo ensalada? ¿Y unas papas? De esas chiquitas, como adobadas. No de las
verdes.
Yo estuve diez años
casado.
Yo sé lo que es
recibir órdenes.
Pero, señores, esta
mujer, tenía estilo.
No eran sus palabras.
No eran solamente las
palabras, era su entonación, la manera en la que ejecutaba los movimientos.
Esa mujer nació para
mandar.
Sí, señor.
¿De las verdes no?
No. De las otras.
Gracias.
Y ese último “gracias”
fue un: “mueve el culo pinche huevón que ya tengo hambre”.
Fue eso, pero con la
fría amabilidad de una princesa.
Me gusta tu estilo.
Le dije al levantarme
de la mesa con su plato.
Me gusta tu estilo.
Eso fue lo que se me
ocurrió.
Me gusta tu estilo.
Si seré idiota.
Me gusta tu estilo
mientras meneaba el índice de arriba abajo y arriba en su dirección.
Sí. Me vi como un
idiota.
Me vi como un idiota
pero no sé qué podría haber hecho para no verme como un idiota o un chofer
frente a este monumento esculpido en un bloque de yelo de un metro con setenta.
Y me hice pendejo en
la barra de ensaladas todo lo que pude.
Y la veía parloteando
con el celular en la oreja mientras yo escarbaba y escarbaba con la palita
entre las lechugas.
Ya no pude más y me
regresé con los platos.
Claro que te escuché
bien.
Te juro, Perla, que yo
no usé la palabra “cuerpo”. Seguramente dije “puerco” y tú entendiste mal.
Nico, no voy a
discutir contigo. Nico, te voy a pedir un favor: inmediatamente vas a salir de
ahí. Si te escuché mal o no eso no me importa. Lo que importa es que te limpies
bien las manos. Si tienes manchas en la ropa.
Cómo me dices eso.
Cómo me dices eso de las manchas. Yo sería incapaz…
No estoy diciendo
manchas de sangre. Tampoco estoy diciendo que no. Manchas, de lo que sea. Si tu
ropa tiene manchas, por favor, métela al bote de basura, lo bañas de alcohol y
le echas un cerillo. Y te sales de ahí inmediatamente.
¿Pero me lo prometes?
Qué mierdas te
prometo.
Lo que me prometiste.
Te lo prometo. Chao.
Y por fin.
Colgó.
Realmente no era la
perra que pareció en un principio.
La cena fue una
delicia.
Estuvimos hablando de
tanta pendejada.
Los meseros iban y
venían con sus espadas y a todos les aceptaba una probadita.
En la plática, resultó
que también ella había crecido en las Villas.
Era demasiado chica
para haber sido compañera mía o de mis hermanas, pero recordamos a algunos
maestros comunes.
Los meseros estaban
encantados con ella.
Parecía una estrella
de cine lista para firmar autógrafos.
Si en un principio me
sentí muy pinche, ella se encargó de hacerme sentir bien, de hacerme sentir su
par.
Pero volvió a sonar el
celular.
Y todo se fue a la
mierda.
Perla. Soy Dolores.
Ya sé que eres
Dolores. Qué se te ofrece.
¿Es cierto?
¿Qué es cierto,
Dolores?
¿Es cierto lo que dice
Nico?
Yo dudaría de
cualquier cosa que diga el imbécil de tu hijo.
Está afuera.
No lo dejes entrar.
Que aprenda.
Está en la calle, con
una patrulla, tres perros muertos y lo que dice que es una gran cuerda para
amarrar un barco.
Son tus tripas.
¿Mis tripas?
Supongo que las de los
perros. Pero él piensa que son tus tripas.
¿Y el barco?
Ese sí no sé de dónde
lo sacó.
¿No sabes de dónde lo
sacó?
Está bien. Sí sé de
dónde lo sacó. Tu hijo está jodido del puto cerebro.
No estaba así cuando
se casaron.
Está jodido de cada
puta neurona desde que le dabas de tu puta leche agria. No me vengas con eso.
Y no me vengas conque
no sabes de dónde sacó lo del puto trastlántico.
Está diciendo “barco”,
no “trasatlántico”, no seas insidiosa. Trae la cosa esa del barco desde hace una semana.
Tienes que venir.
Lo sé. ¿Puedo terminar
de cenar?
¿Tú qué crees? Mi hijo
está explicando a dos policías cómo amarrar un barco con las tripas de los
perros de los Perezlete. ¿Crees que puedas terminar con tu postre?
Voy para allá.
Lo que siguió fue
penoso.
No íbamos a coger.
Eso era un hecho.
Perdón, una emergencia
familiar. Espero que lo entiendas.
Hice un gesto de:
No te apures, siempre
pasa.
Fue gentil, pero
apresurada.
Se levantó.
Me levanté para
despedirme porque soy un caballero.
Me besó suavemente de
despedida.
Un beso suave en el
cachete.
No al aire.
Plantando suavemente
los labios en el cachete.
Se dio la vuelta y se
fue.
Si el Simonari marcaba
divinamente las tetas, en las nalgas era un pedazo a rayas de piel. La espalda,
abierta, dejaba ver un gran tatuaje.
De un solo tono.
Era un tatuaje hecho
con pulso irregular.
Parecía de esos que te
talla un adicto con hepatitis en la cárcel.
Si ponías cuidado,
encontrabas que el tatuaje era un trasatlántico a punto de partir.
Pero tenías que fijarte
mucho.
Y ahí estaba, con sus
grandes chimeneas y su muy respingada proa.
Me senté de nuevo.
Pedí otra caipiriña y la cuenta.
Por un instante pensé
que sería buena idea abrir en canal al mesero y usar sus tripas para detener
ese hermoso par de nalgas.
Y sí, si se lo
preguntan, así es, nunca volví a saber más de Perla.
Así pasa.