El teatro narrado ha muerto. ¿En serio?
Segunda parte
Luis Enrique Gutiérrez O.M.
Antes de entrar en materia, explico por qué
prefiero el término de teatro narrado al de “narraturgia”. En primer lugar,
porque el término “narraturgia” es muy baboso y muy oportunista, parece que
quiere vender un champú como el de “LEGOM” parece marca de chorizos. Queriendo
inventar terminajos, el pendejazo que acuña el término, ni siquiera respeta la
etimología, pues narraturgia significaría algo así como “el trabajo de narrar”,
algo que hacen muchos, como los novelistas, y más aún, ya respetando el griego
clásico (“narrar” está en español), en tal caso se diría algo así como
apeleturgia. Y “teatro narrado” me gusta, pues además de reconocer la
frontalidad de los ejecutantes, habla de eso que pasa en el escenario con los
demás discursos que conviven en él, ya que la presencia del narrador totaliza
algunos de estos discursos o a todos, llegando a sustituir el aparato escénico
y hasta las formas que entendemos de actuar y plantear el espectáculo.
Ahora sí, vámonos para Pegueros.
Quedamos en que la aparición del antagonista, o
para ser más precisos, su separación del coro, abre de golpe y porrazo una
nueva convención que inventa mucho de lo que entendemos ahora del teatro. Esto
no implica en su momento que la convención narrativa desaparezca de los
escenarios. De hecho, el mismo teatro griego nunca deja de narrar del todo, y
la función del coro a veces está en la convención dialogada, a veces el coro narra,
y algunas otras, ni fu ni fa, sino que no le habla ni a los personajes ni al
público, y más bien ejecuta algo extraño como un “polílogo” interior. Con el
tiempo, en toda la historia del teatro seguiremos viendo convenciones narradas
que se insertan en la dialogada, o mejor dicho, que rompen alguna de esas siete
convenciones que englobamos en el singular de “convención dialogada”. Esto pasa,
por ejemplo, en los “apartes” del teatro clásico, donde el personaje se sale de
la convención y entra a nuestro mundo para dar apuntes de situación.
El medio teatral mexicano siempre ha sido
extremadamente reaccionario en cuanto al teatro y la estética se refiere. De
alguna manera el teatrero nacional vive a su modo la paradoja del siglo veinte
del teatro: mientras el teatro es, entre todas las artes, la que más y más
frecuentemente exige novedad, fue a la que más trabajo le costó separarse del
realismo cuando irrumpieron las vanguardias. Será por eso, será por mera
ignorancia, el teatro narrado fue tolerado en nuestro país mientras no rebasara
las convenciones, ya no las del teatro, sino las decimonónicas de reconocer a
un público caracterizado, o cuando estaba dirigido a una minoría ilustrada
apenas más allá del ambiente académico.
Y así como los teatreros, sobre todo los
viejos, se muestran reacios al teatro narrado, al público le importa un carajo
si se narra se dialoga o se hace de todo, mientras el espectáculo le haga
sentido. Entre bromas y veras, Alejandro Ricaño afirma que el teatro narrado es
como un cuenta cuentos pero que no necesariamente tiene un actor. Algo tendrá
de razón.
Entonces, llamamos “teatro narrado” a todo
aquel teatro que rompe por lo menos alguna de las siete convenciones del teatro
dialogado. Punto. Yo digo, pero eso es algo que supongo se debe a mi edad, digo
que de esas convenciones, hay tres que debemos mantener para seguirlo llamando
teatro, la ruptura total o totalizante de cualquiera de estas tres ya lleva al
espectáculo a la bolsa de las teatralidades, en la que se mezclaría hasta con
la sonrisa que esboza la cabrona de la tortillería cuando me roba con el
cambio. Las tres convenciones son: otro tiempo, otro lugar, otra persona. Lo
que está pasando es en otra parte, en otro tiempo y el que está arriba no es un
actor rata y muerto de hambre que me vendió un boleto piratón sino ni más ni
menos que el mero Príncipe de Dinamarca. Si me vas a contar tu vida “como
ciudadano” desde una sillita, más allá de que sea interesante —que casi nunca
lo es—, y crees que por eso estás haciendo teatro, allá tú.
A mí me gusta mucho la efectividad de un modelo
que no inventé pero me imitan mucho, uno que tomé del cómic. Del cómic me
encanta cómo mete rápido en situación con texto en recuadro y entra de cara al
conflicto. Aunque esto no se puede usar literalmente como en el cómic, resuelve
uno de los mayores problemas que tuve siempre con la estructura del conflicto,
pues siempre pensé que de todo el conflicto, la parte más eficiente para contar
una historia es el nudo, y la presentación y el desenlace de la secuencia son
demasiado torpes. Mezclando narrador y diálogo, pues, trato de evitar las
torpezas de la presentación y el desenlace, planteando y saliendo en una o dos
líneas directas. Eso lo hago todavía muy burdo en Sensacional de maricones y lo
he ido repitiendo e intentando afinar en unas veinte obras de ochenta que he
escrito.
Cuando atacan al teatro narrado (algo que solo
me pasa en México de manera consistente), siento que se dirigen al término como
si se tratara de una religión de moda, una religión de moda como la del “teatro
expandido”. Creo que las herramientas narrativas son solo eso, un herramental que
permite jugar con la forma y modelar un mejor espectáculo teatral. Siento que
Édgar Chías, hace quince años, si lo llegó a tomar como una religión, pero para
ser ciertos, como con todos, la mayoría de sus obras son dialogadas y nuestro
querido autor oriental se ha dedicado a profesar muchas religiones teatrales en
este tiempo. Pero si el teatro narrado fuera una religión de moda en este país,
Edgar Chías sería uno de sus apóstoles, junto con Luis Mario Moncada y Boris
Schoemann. De Luis Mario Moncada, ya he dicho en otras partes cómo me marcó en
su artista adolescente ese primer momento en el que el personaje termina su
diálogo y lo acota, rompiendo con un mazo el cristal de la convención
dialogada. Boris Schoemann vendría siendo más propiamente a nuestro teatro lo
que San Patricio al cristianismo en Irlanda. Durante años ha traducido,
dirigido, promovido y presentado textos de autores francófonos, incluyendo,
obviamente, a cualquiera que levante la mano en la región quebecuá, autores que
tienen cierta debilidad por la convención narrativa y que la han sabido
desarrollar.
Hasta aquí con el teatro narrado. El problema
de declararlo muerto que nos trajo hasta aquí, creo que tiene que ver más con
ignorancia y una actitud reaccionaria, las que siempre van de la mano. Teatro
narrado siempre ha habido, lo único que pasa es que ahora, en nuestro país, y
mucho más tarde que en otros lares, nos pusimos a jugar con este Lego teatral,
algunos tendrán más talento o menos, otros tino, otros capacidad plástica al
momento de estructurar. Otros simplemente, como siempre ha pasado también con
el teatro dialogado, se dedicarán a imitar torpemente a quienes sí se preguntan
el sentido de la cosa. Querido lector, estas son las viñas del Señor, y allá en
la troje acabo de ver a tres cabrones como muertos.
Sin lisonja: muy bueno tu texto. Inspirador para acometer con furia a quien se pone a hablar de la pared de enfrente porque no tiene nada qué contar.
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