martes, 2 de agosto de 2016

El teatro narrado ha muerto. ¿En serio?

Segunda parte

Luis Enrique Gutiérrez O.M.

Antes de entrar en materia, explico por qué prefiero el término de teatro narrado al de “narraturgia”. En primer lugar, porque el término “narraturgia” es muy baboso y muy oportunista, parece que quiere vender un champú como el de “LEGOM” parece marca de chorizos. Queriendo inventar terminajos, el pendejazo que acuña el término, ni siquiera respeta la etimología, pues narraturgia significaría algo así como “el trabajo de narrar”, algo que hacen muchos, como los novelistas, y más aún, ya respetando el griego clásico (“narrar” está en español), en tal caso se diría algo así como apeleturgia. Y “teatro narrado” me gusta, pues además de reconocer la frontalidad de los ejecutantes, habla de eso que pasa en el escenario con los demás discursos que conviven en él, ya que la presencia del narrador totaliza algunos de estos discursos o a todos, llegando a sustituir el aparato escénico y hasta las formas que entendemos de actuar y plantear el espectáculo.

Ahora sí, vámonos para Pegueros.

Quedamos en que la aparición del antagonista, o para ser más precisos, su separación del coro, abre de golpe y porrazo una nueva convención que inventa mucho de lo que entendemos ahora del teatro. Esto no implica en su momento que la convención narrativa desaparezca de los escenarios. De hecho, el mismo teatro griego nunca deja de narrar del todo, y la función del coro a veces está en la convención dialogada, a veces el coro narra, y algunas otras, ni fu ni fa, sino que no le habla ni a los personajes ni al público, y más bien ejecuta algo extraño como un “polílogo” interior. Con el tiempo, en toda la historia del teatro seguiremos viendo convenciones narradas que se insertan en la dialogada, o mejor dicho, que rompen alguna de esas siete convenciones que englobamos en el singular de “convención dialogada”. Esto pasa, por ejemplo, en los “apartes” del teatro clásico, donde el personaje se sale de la convención y entra a nuestro mundo para dar apuntes de situación.

El medio teatral mexicano siempre ha sido extremadamente reaccionario en cuanto al teatro y la estética se refiere. De alguna manera el teatrero nacional vive a su modo la paradoja del siglo veinte del teatro: mientras el teatro es, entre todas las artes, la que más y más frecuentemente exige novedad, fue a la que más trabajo le costó separarse del realismo cuando irrumpieron las vanguardias. Será por eso, será por mera ignorancia, el teatro narrado fue tolerado en nuestro país mientras no rebasara las convenciones, ya no las del teatro, sino las decimonónicas de reconocer a un público caracterizado, o cuando estaba dirigido a una minoría ilustrada apenas más allá del ambiente académico.

Y así como los teatreros, sobre todo los viejos, se muestran reacios al teatro narrado, al público le importa un carajo si se narra se dialoga o se hace de todo, mientras el espectáculo le haga sentido. Entre bromas y veras, Alejandro Ricaño afirma que el teatro narrado es como un cuenta cuentos pero que no necesariamente tiene un actor. Algo tendrá de razón.


Entonces, llamamos “teatro narrado” a todo aquel teatro que rompe por lo menos alguna de las siete convenciones del teatro dialogado. Punto. Yo digo, pero eso es algo que supongo se debe a mi edad, digo que de esas convenciones, hay tres que debemos mantener para seguirlo llamando teatro, la ruptura total o totalizante de cualquiera de estas tres ya lleva al espectáculo a la bolsa de las teatralidades, en la que se mezclaría hasta con la sonrisa que esboza la cabrona de la tortillería cuando me roba con el cambio. Las tres convenciones son: otro tiempo, otro lugar, otra persona. Lo que está pasando es en otra parte, en otro tiempo y el que está arriba no es un actor rata y muerto de hambre que me vendió un boleto piratón sino ni más ni menos que el mero Príncipe de Dinamarca. Si me vas a contar tu vida “como ciudadano” desde una sillita, más allá de que sea interesante —que casi nunca lo es—, y crees que por eso estás haciendo teatro, allá tú.

A mí me gusta mucho la efectividad de un modelo que no inventé pero me imitan mucho, uno que tomé del cómic. Del cómic me encanta cómo mete rápido en situación con texto en recuadro y entra de cara al conflicto. Aunque esto no se puede usar literalmente como en el cómic, resuelve uno de los mayores problemas que tuve siempre con la estructura del conflicto, pues siempre pensé que de todo el conflicto, la parte más eficiente para contar una historia es el nudo, y la presentación y el desenlace de la secuencia son demasiado torpes. Mezclando narrador y diálogo, pues, trato de evitar las torpezas de la presentación y el desenlace, planteando y saliendo en una o dos líneas directas. Eso lo hago todavía muy burdo en Sensacional de maricones y lo he ido repitiendo e intentando afinar en unas veinte obras de ochenta que he escrito.

Cuando atacan al teatro narrado (algo que solo me pasa en México de manera consistente), siento que se dirigen al término como si se tratara de una religión de moda, una religión de moda como la del “teatro expandido”. Creo que las herramientas narrativas son solo eso, un herramental que permite jugar con la forma y modelar un mejor espectáculo teatral. Siento que Édgar Chías, hace quince años, si lo llegó a tomar como una religión, pero para ser ciertos, como con todos, la mayoría de sus obras son dialogadas y nuestro querido autor oriental se ha dedicado a profesar muchas religiones teatrales en este tiempo. Pero si el teatro narrado fuera una religión de moda en este país, Edgar Chías sería uno de sus apóstoles, junto con Luis Mario Moncada y Boris Schoemann. De Luis Mario Moncada, ya he dicho en otras partes cómo me marcó en su artista adolescente ese primer momento en el que el personaje termina su diálogo y lo acota, rompiendo con un mazo el cristal de la convención dialogada. Boris Schoemann vendría siendo más propiamente a nuestro teatro lo que San Patricio al cristianismo en Irlanda. Durante años ha traducido, dirigido, promovido y presentado textos de autores francófonos, incluyendo, obviamente, a cualquiera que levante la mano en la región quebecuá, autores que tienen cierta debilidad por la convención narrativa y que la han sabido desarrollar.


Hasta aquí con el teatro narrado. El problema de declararlo muerto que nos trajo hasta aquí, creo que tiene que ver más con ignorancia y una actitud reaccionaria, las que siempre van de la mano. Teatro narrado siempre ha habido, lo único que pasa es que ahora, en nuestro país, y mucho más tarde que en otros lares, nos pusimos a jugar con este Lego teatral, algunos tendrán más talento o menos, otros tino, otros capacidad plástica al momento de estructurar. Otros simplemente, como siempre ha pasado también con el teatro dialogado, se dedicarán a imitar torpemente a quienes sí se preguntan el sentido de la cosa. Querido lector, estas son las viñas del Señor, y allá en la troje acabo de ver a tres cabrones como muertos.

1 comentario:

  1. Sin lisonja: muy bueno tu texto. Inspirador para acometer con furia a quien se pone a hablar de la pared de enfrente porque no tiene nada qué contar.

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